El corazón les late fuerte, como el toque de un tambor africano. El milagro de la vida les ha puesto piel, pelo, ojos, sentidos. Distinguen el dolor, el hambre, el miedo.

No tienen nombre, solo respiran el polvo de los caminos, el hollín de los autos a 40 grados de temperatura, bajo el sol absoluto de Maracaibo. Esta ciudad que pudo ser, era un puerto mercante de Venezuela, pero el siglo XX la convirtió violentamente en una capital petrolera de posibilidades excepcionales.

La ciudad existe sobre una cama de petróleo pero sobre ella todavía caminan los asnos tatuados de huesos. Ya no con la felicidad en su libertad pasada, sino tirando carromatos atestados de plástico, vidrio, aluminio que los basurales desprecian.

Ellos son esclavos de ojos tristes que a veces toman agua estancada en alguna lata de aceite, y si comen, apenas será lo que la tala y la sequía no han podido matar. Duelen terriblemente cuando pasan rumiando el dolor de los palazos, con sus lomos rotos de tanta ignorancia.

Ni la memoria religiosa con su Nazareno al lomo de mula ni el pesebre de cada Navidad despiertan la compasión. El niño que casi siempre acompaña al verdugo va perdiendo los pasos del juego y del asombro. Ahora asume el rol de hombre, con la vara bien apretada, conduciendo la máquina viva hasta 20 kilómetros diarios sobre el asfalto hirviente a cambio de dinero, lo demás ya no importa.

Aunque son niños, ya olvidaron que podían entender los suspiros de agotamiento, ya no perciben la sed, la agonía de los cascos infectados. Mientras, siguen su marcha silenciosa por toda la ciudad, de norte a sur, esquivando las gandolas de gasolina, los camiones de carga de 18 ruedas, los buses a diesel soltanto su pestilencia. Todos parecen despreciados por igual.

Es lunes de Carnaval, pero el día no es feriado para los ojalateros. No lo es para el hijo del verdugo y por extensión, no será día de pasto fresco y siesta bajo la sombra de los almendrones. Los privilegios que la naturaleza les da, les fueron arrancados el mismo día en que nacieron en la parcela del mayorista de la fuerza bruta.

Burrerías, jumenteras, burreros, burrales. Llámenlos como quieran. Los hombres más aventajados, con alguna choza con patio ejido pero suficientemente amplio, los crían para la condena: arrastrar carromatos por diez, veinte, treinta o más años, si antes no se los lleva la peste. Todo, sin dudar la posibilidad de que alguno sea separado para un sábado de asado con ron, mujeres y champeta a todo volumen.

Toc, toc, toc, toc. Siempre toc, toc, toc, toc. Igual suenan los cascabeles de sus pasos. Igual como los caballitos de la feria, igual como las estrellas del circo, con penacho y faralaos. Nadie sabe por el trote la tristeza del trotador, pero es inmensa como el cielo que se les ha negado ver. Es lunes de Carnaval, pero no hay fiesta de máscaras ni jolgorio que les regale una palmada de alivio.

Quien los ve pasar, acaso con misericordia, sabe que hasta el último de sus días, solo podrán mirar la bravura de los caminos. Seguirán el códice de los fuetazos con la muserola de trapo abriendo heridas y la cabeza en posición de perdón.

¿Alguien los ha visto de este modo? Seguramente, a decir de los testigos de la avenida del Cristo de los afanes. Así los ve el muchacho que vende periódicos, por la cara alelada que pone. Así los ve la parejita asoleada del ancianato, por la forma en que señala al verdugo. Así los ve el vigilante del liceo público, que apaga su cigarro prendiendo otro con el ojo puesto en aquellas patas manchadas de sarna. Imposible que las buenas conciencias no puedan verlo, pero éstas también se callan.

Ni el mismo Dios ha podido explicarlo.

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