Suele decirse de ella que nunca anuncia su llegada; que no tiene forma ni imagen definidas, ni tampoco método de actuación que pueda ser detectado. Solo que cuando llega la hora se presenta sin más y sin que haya remedio posible. De nada sirve cambiar de planes; de nada intentar burlarla porque llegado el momento nos buscará y no se detendrá hasta encontrarnos. Entonces no habrá solución y será el fin porque ella, la muerte, es implacable.

Pero ahora sé que no siempre es así; que a veces se aproxima a paso lento y que siguiendo su rastro puede predecirse cuál será su siguiente víctima. Yo he seguido sus huellas sin que ella lo supiera. He visto con mis propios ojos cómo trazaba sus macabros planes y he contemplado los rostros de aquellos a los que pretendía llevarse, antes de que consiguiera hacerlo. Todos estaban vivos pero pronto podrían dejar de estarlo.

El coche, un SEAT Ronda bien cuidado, se encontraba estacionado junto a la acera de los números pares de la calle Luis Montoto. En su interior, a través de los cristales de la ventanilla, con la luz del alumbrado público podía verse cómo un tipo de unos cuarenta años, al parecer de mediana estatura y pelo castaño peinado hacia atrás, tomaba notas en una libreta. Parecía tranquilo. Cada cierto tiempo dirigía una mirada a su alrededor como para cerciorarse de que no era vigilado y de que todo transcurría con normalidad, para terminar mirando hacia la puerta de la pastelería de la acera de enfrente. Tras unos segundos volvía a escribir. Era de noche.

Serían sobre las siete de la tarde cuando el tipo puso en marcha el motor y decidió alejarse. Tras recorrer varias calles de la zona, se detuvo frente a un local de venta de electrodomésticos en la avenida Alcalde Juan Fernández y aparcó en un lugar libre desde el que podía divisar la entrada. Allí estuvo casi una hora. Vigilaba la puerta, el entorno, y tomaba notas. Así una y otra vez.

Hacia las ocho puso el coche en marcha, tomó la avenida Luis Montoto con dirección a Málaga y unos minutos más tarde estacionó en el aparcamiento exterior vigilado por cámaras. Durante unos segundos se inclinó hacia su derecha; parecía hurgar en la guantera del vehículo. Después se apeó de él y lo cerró con llave. Caminaba cabizbajo, pero con paso firme. Vestía traje de color oscuro, camisa clara sin corbata y zapatos negros. En su mano izquierda llevaba un portafolios de cuero, mientras su mano derecha quedaba en el bolsillo derecho del pantalón tras haber introducido las llaves. Lo perdimos de vista cuando entró en el edificio. Terminaba su jornada.

Al día siguiente, antes de las siete, los del turno de mañana regresarían a este mismo lugar para seguir cada uno de sus movimientos. Ésas son las órdenes.

—¡Es él! ¡Estoy convencido! —exclamó el inspector, con evidente nerviosismo—. Mientras un juez no sepa del asunto, no podré solicitar la intervención de su teléfono y por ahora no tenemos nada. Pero es él. No tengo ninguna duda.

Todos lo miramos sin atrevernos a pronunciar palabra. Los seis compañeros de atracos llevan más de diez días de vigilancia y el caso los tiene desquiciados. Se percibe en ellos el desgaste físico y mental. No han conseguido ninguna prueba a pesar del seguimiento constante, pero todo hace sospechar que el inspector puede estar en lo cierto. Al menos, el comportamiento del sujeto resulta muy sospechoso.

—Cuenta ahora a todos lo que pasó el día de que lo viste apostado frente a la joyería de la avenida Luis de Morales —ordenó el inspector, visiblemente molesto, a uno de los agentes.

—Era por la tarde —comenzó el agente aludido, intentando ordenar su relato—. Serían las seis. Al principio no le reconocí. Lo vi apoyado sobre la pared y me extrañó su actitud. Me acerqué a él y le pedí la documentación. Le pregunté qué hacía allí y me dijo que se había detenido para fumar el cigarro que tenía entre los dedos de su mano izquierda. Me extrañó que dejara su cigarrillo entre los labios para sacar su cartera del bolsillo interior izquierdo de su chaqueta, con la misma mano. Le pregunté por qué no lo hacía con la derecha y me dijo que tenía una herida y que ese era el motivo por el que la protegía con un guante de látex que me mostró sacándola del bolsillo. Cuando leí los datos en su carné de identidad, recordé quién era. Le dije que creía que aún cumplía condena y me contestó que ya se encontraba en régimen abierto y que regresaba a la cárcel solo para dormir. Solicité información a la central y no tenía ningún asunto pendiente. Después le devolví su documento y se marchó. Eso es todo.

—Y… ¿No me dijiste nada? ¡Joder! De un investigador se espera algo más… ¿no crees? ¿Miraste sus bolsillos por si llevaba algún arma? ¿Hablaste con el joyero por si le vio merodear por allí en los días anteriores? ¿No comprobaste lo de la herida de su mano? ¡Hostias!

El agente bajó la cabeza. La buena reputación del inspector como investigador, hace que su criterio resulte incuestionable.

—¡Joder! ¡Coño! ¡Es que…! —gritó el inspector, mientras intentaba controlar su ira.

Rodeó su mesa para abrir con violencia el primer cajón, sacó una pequeña cartera que se encontraba sobre unas carpetas y la exhibió con el brazo en alto.

—Para los que os incorporáis ahora —dijo refiriéndose a nosotros seis —. Esta cartera —exclamó— era de un muerto. Está en mi poder desde que me la hicieron llegar. Una chica la encontró en la carretera de Utrera. Según dijo ella misma es puta, pero honrada y la entregó a un coche patrulla. Los compañeros sospecharon que podía haberla robado a un cliente para quedarse con el dinero, pero al no existir denuncia de robo y no tener otras pruebas, se limitaron a agradecerle el gesto, tras tomar sus datos de identidad. Tenían la intención de devolverla a su dueño de forma discreta; al comprobar la dirección del carné, se encontraron con que había sido asesinado unos días antes. El chaval tenía 32 años. Alguien llegó a la tienda de lámparas que regentaba en la avenida Menéndez Pelayo. Entró antes de cerrar, lo cosió a puñaladas y le robó las ochenta mil pesetas de la venta. Por lo visto parece ser que el asesino se llevó también la cartera, pero decidió deshacerse de ella.

—Y… ¿Qué relaciona la cartera con este tipo que vigilamos? —pregunté.

—Buena pregunta —dijo, para continuar sin pausa—. Como sabéis, la carretera de Utrera pasa por Montequinto. Cuando pronuncié ese nombre, el “investigador” —remarcó con sorna señalando al agente— recordó el incidente de la joyería, al tratarse de la misma urbanización donde vive este tipo. Desde entonces lo sometemos a una estrecha vigilancia desde que sale de la cárcel hasta que regresa; somos pocos para mantenerlo vigilado durante más de catorce horas diarias y solicitamos vuestro apoyo —dijo dirigiéndose a nosotros—. Seis caras nuevas, tres coches distintos… para eso estáis aquí… ¿De acuerdo?

—Entonces él —dije señalando al agente— no debería participar, al menos en primera línea. Si volviera a verlo, aunque fuera desde lejos, pensaría que es demasiada casualidad y sospecharía que está siendo vigilado.

—Tienes razón. A partir de mañana llevará las comunicaciones, y cuando el juez conceda la orden será el encargado de las escuchas telefónicas. Habrá uno menos en la calle, pero si llegara a despistarnos, siempre tendremos la opción de esperar su llegada a la cárcel para iniciar la vigilancia al día siguiente. Que llegara a detectarte, —dijo mirando al agente— es un riesgo que prefiero no correr. Mañana continuaremos. Hablaré con el juez. Aunque las autoridades se resistan a reconocerlo para no causar alarma social, existen demasiadas similitudes con otros dos asesinatos con robo cometidos en los últimos meses. Pudiera tratarse del mismo autor. Estaríamos ante un asesino en serie. ¡Lo que nos faltaba en Sevilla! Ahora nos vamos a casa a descansar. Todos tenemos familia y no sabemos cuánto tiempo durará esto.

Murmurando, comenzamos a abandonar la oficina. Aproveché un instante para hablar con el agente, antes de que éste se marchara.

—Lo siento. No quería perjudicarte, pero nos jugamos demasiado.

—No hay problema. Es mejor así —respondió—. Alguien deberá permanecer atento a las escuchas. De ellas saldrá algo importante… seguro.

—Gracias. Hasta mañana —añadí al despedirnos.

Durante el trayecto, imagino el terror que debieron sentir las víctimas al comprobar que no le bastaba hacerse con el botín, sino que se trataba de un sádico que disfrutaría matando. Qué pasa por la cabeza de alguien que no duda en matar a sangre fría para hacerse con algo de dinero. Un escalofrío me recorre la espalda.

No suelo comentar con mi esposa detalles sobre las investigaciones en curso, pero sí le hice saber hace unos días, que reclamaban nuestra colaboración para un asunto importante y que eso implicaría un cambio en mi horario de trabajo; tal vez más horas. Nos conocemos bien. Sabe que algo me preocupa y está intranquila. Procura que los niños no se percaten. Habla menos y yo también.

Aprovecho esos silencios para pensar en el caso y en cómo llevar a cabo nuestra hipotética intervención. Lo dejo en cuanto me asalta la idea de que podamos cometer un error e intento conciliar el sueño.

A media mañana me dirijo a la oficina para consultar los expedientes de los tres casos. Busco un nexo de unión; algo que me lleve a la conclusión de que se trata del mismo autor. Quiero que los míos estén informados. El inspector se me ha adelantado y me lo ofrece en bandeja.

—Los tres crímenes se cometieron a última hora, justo antes de cerrar. Los tres eran trabajadores de comercios… todos a una distancia parecida de la cárcel y los tres con suficiente tiempo para llegar a la hora en la que debe regresar. ¿Qué hace este sujeto que seguimos? Vigila los comercios de la zona, toma notas… Su historial delictivo es largo. Fue detenido hace seis años en Madrid e ingresó en la cárcel de Carabanchel. Ha pasado por varias prisiones. Cumple una condena de diez años por robo con intimidación, aunque tiene también otras acumuladas por robo y estafa.

El inspector saca un folio con anotaciones a mano.

—Observa esto —dice, mientras pone su dedo índice sobre el papel.

27/12/1994, primer asesinato. Botín: 300.000 ptas.

11/03/1995, segundo, dos meses y medio después. Botín: 500.000 ptas.

24/08/1995, tercero, cinco meses y medio después. Botín: 80.000 ptas.

—¿Lo ves? —insiste—. Si es él, han pasado tres meses desde su último golpe. No tendrá dinero y estará desesperado. Sé que pronto volverá a actuar. ¡Lo sé! —añade mientras cierra los ojos, inclina su cabeza, y con los dedos se frota la frente.

—Y lo hará a última hora. Entonces será el momento de extremar precauciones.

—¡Exacto! —exclama repuesto. Y otra cosa: Es un psicópata asesino de libro. Si le concedemos la mínima oportunidad, no dudará en enfrentarse a nosotros. Así que si eres tú el primero en entrar, también debes ser el primero en golpear. Informa a los tuyos para que estén al tanto de lo que hay.

La conversación consigue aclararme un poco las ideas. Regreso a casa.

Son casi las seis de la tarde. Nuestros tres coches relevan a los tres que han mantenido la vigilancia durante nueve horas ininterrumpidas. Nos informan de que a primera hora, el individuo entró en la misma cafetería donde suele desayunar a diario. Parece ser que le une cierta amistad con los dueños. Después estuvo recorriendo la zona, deteniéndose cada cierto tiempo frente a varios establecimientos. Hacia el mediodía entró en un bar para comer, y luego circuló por todas las calles adyacentes. Lleva más de media hora vigilando la pastelería. Ha realizado los mismos movimientos que en los días precedentes.

Tras permanecer detenido durante casi media hora más, se pone en movimiento; recorre varias calles, se dirige a la avenida Menéndez Pelayo, y detiene el vehículo en la acera de los Jardines de Murillo, frente a la farmacia ubicada junto al hotel Alcázar. Como siempre, su actitud es vigilante durante el tiempo que permanece estacionado, pero ahora hay algo extraño en su comportamiento: parece nervioso. Ha realizado una llamada telefónica y con frecuencia mira su reloj.

Después de casi media hora, vemos cómo se coloca unas gafas con cristales transparentes, despeina su cabello con las manos y enfunda su mano derecha en un guante de látex. Unas últimas instrucciones a mi compañero y a toda velocidad, dando un importante rodeo, consigo situarme en el exterior de la puerta del hotel para simular ser un cliente que espera.

El tipo se apea del vehículo y lo cierra; su mano derecha permanece oculta en el bolsillo de la chaqueta; el corazón me late a mil por minuto. Creo que ya eligió su próxima víctima. Cruza la avenida sorteando el tráfico para dirigirse a la farmacia que está a punto de cerrar. Cuando llega a la acera, una anciana se cruza en su camino y desde la puerta llama la atención del farmacéutico. Éste sale para evitar que la anciana deba subir los escalones y la atiende allí mismo. El sospechoso detiene su paso de forma brusca, da media vuelta y regresa acelerando el paso.

Mi corazón, poco a poco, recupera su ritmo normal. El tipo entra en el coche y con una violencia obsesiva, golpea varias veces el volante con ambas manos. Coge el teléfono, marca y mantiene una conversación durante varios minutos. Parece más calmado. Se desprende del guante y de las gafas; con la ayuda del espejo retrovisor interior, vuelve a peinarse hacia atrás.

Regreso al vehículo y miro a mi compañero que también observa mi reacción. Su rostro está pálido y permanecemos en silencio. Esta investigación terminará por afectarnos a todos. Si algún día llegara a conocer a la vieja, le daría un fuerte abrazo.

Son más de las ocho. El sospechoso se pone en movimiento; toma la avenida Luis Montoto con dirección a Málaga y unos minutos más tarde estaciona en el aparcamiento exterior del centro penitenciario Sevilla 1. Durante unos segundos se inclina hacia su derecha para hurgar en la guantera. Después se apea y cierra con llave. Como siempre que regresa, camina cabizbajo, pero con paso firme. Lo perdemos de vista cuando entra en el edificio. Termina su jornada. Los compañeros del grupo de atracos realizarán los turnos de mañana y antes de las siete, volverán a este mismo lugar para vigilar cada uno de sus movimientos. Esas son las órdenes.

El inspector nos espera para ser informado. Mientras oye nuestro relato, toma notas y sonríe satisfecho.

—¡Lo sabía! ¡Es nuestro hombre! ¿Qué pensabais hacer de haber entrado en la farmacia? —pregunta intrigado.

—Atraparlo, confiando en que llevara encima todas sus “herramientas”. En eso habíamos quedado: yo entraría tras él para impedirle que actuara sin llegar a identificarme como policía, y mi compañero entraría después, solo en el caso de que yo solicitase su ayuda. Así, si no tenía intención de actuar, todo podría hacerse pasar por un equívoco que no le hiciera sospechar.

El inspector ya no sonríe. Parece preocupado, pero intenta disimular. Es lógico: un fallo en nuestra actuación puede equivaler a la pérdida de vidas humanas y él lo sabe. Yo también lo sé. Todos lo sabemos.

—Tengo buenas noticias —exclama exhibiendo unos papeles—. El juez autoriza la intervención telefónica. Al principio se negó. Después no quiso correr el riesgo de que fuera el tipo que buscamos y que se llegara a saber que a causa de su negativa a concederla, no pudimos impedir que volviera a matar. Eso terminó por convencerlo. Mañana, cuando se haga efectiva la intervención de su teléfono, podremos saber cuándo, a quién llama y de qué hablan. Tal vez diga algo que nos desvele sus verdaderas intenciones. Ya está bien por hoy. Volvamos a casa.

Durante el trayecto de regreso, mientras conduzco, no puedo dejar de pensar en el caso. El inspector es un gran profesional —quizá el mejor que conozco— el personal está motivado… ¿Qué puede salir mal? ¡Todo! ¡Todo puede salir mal! Prefiero no seguir con lo mismo y enciendo la radio. Mañana por la mañana visitaré la pastelería. Quiero conocer a la dependienta para mentalizarme de que resulta muy probable que su vida llegue a estar en mis manos; que dependa de mí que pueda seguir viviendo. Por mi cabeza siguen pasando a gran velocidad las escenas de la vigilancia. Resolveremos el caso y nadie más morirá. Eso espero.

Me dirijo a Montequinto; yo también vivo allí. Además, en la misma calle donde él vive con su madre, aunque no recuerdo que nunca haya llegado a verlos. Prefiero ocultar ese pequeño “detalle” para no ser apartado también de la investigación. En la carretera ya no están las prostitutas. Es tarde y hace demasiado frío, incluso para ellas. Mañana será jueves. Pronto llegará la navidad.

SINOPSIS

Basada en hechos reales. Una historia contada desde las entrañas del propio narrador, que formó parte del desarrollo de la investigación, así como de su sorprendente desenlace. Las extrañas circunstancias que rodean la aparición de la cartera de un joven comerciante que fue asesinado, y la similitud de ese crimen con otros dos asesinatos recientes, hacen sospechar a las autoridades que un asesino en serie actúa sobre el gremio de comerciantes de la ciudad. Por ese motivo optan por no desvelar la aparente relación entre los tres asesinatos. Un hecho casual hará que toda la investigación se centre en un solo sospechoso. Tras un mes de vigilancia constante, las pruebas obtenidas no resultarán definitivas. Cuando los agentes comienzan a dudar, un vuelco inesperado hará que todo se precipite. Una novela que desvelará los vericuetos de la investigación que culminó con la detención del único asesino en serie documentado, que haya actuado nunca en la apacible ciudad de Sevilla, donde se desarrolla la acción.

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