Capítulo 1: PERO… ¿DE DÓNDE HA SALIDO?
Aquella mañana, Puri abrió los ojos algo molesta por los rayos de sol que se filtraban a través de las rendijas de la persiana de su habitación. Gimió perezosa y dolorida al girarse sobre sí misma, con idéntica gracilidad a la que hubiera mostrado una ballena varada.
Extendió el brazo en busca de la fornida espalda de Pedro, su amado esposo. Nada. Se encontró abrazando el inmenso vacío del lado opuesto de la cama.
—¡¿Cariño?! ¡¿Estás en el baño?!
Nada otra vez.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz brillante que se reflejaba por todas partes, logró atisbar un trozo de papel pegado con celo en el espejo que se encontraba frente a su cama. Tenía algo escrito.
—Puñetas… ¿Qué pone ahí? ¿Y mis gafas?
Giró su cabeza todo lo que le permitía humanamente el cuello, buscando aquel esquivo utensilio que siempre estaba de picnic cuando ella lo necesitaba, o en su defecto, algo que le permitiese leer la maldita notita sin tener que moverse mucho. Y es que desde que estaba embarazada había pasado por muchas fases, la mayoría de ellas bastante penosas, pero aquella total ausencia de libre albedrío la estaba volviendo loca.
Dejando a un lado que había crecido tanto en los últimos siete meses que era bastante más fácil saltarla que rodearla, Puri llevaba muy mal el haber perdido su centro de gravedad; de hecho, ahora ella poseía gravedad propia, y por donde se movía los objetos iban cogiendo órbita a su alrededor para terminar irremediablemente estrellados contra el suelo.
Por fin consiguió estirarse lo suficiente hasta la mesilla, unos cinco centímetros, como para alcanzar sus gafas. Tanteó y allí estaban. Se las llevó a la cara a toda prisa, y con ese contracturado gesto que ponemos algunos al concentrarnos, con los ojos entrecerrados y la lengua asomando por la comisura de la boca, se dispuso a leer la nota.
“He ido al monte con Pascual. Volveré”
—Vaya, qué detalle que vuelva.
Ni un “un besito”, un “te quiero”… “un cordial saludo a quien pueda interesar” le hubiera valido, pero no. Pedro era bastante falto de tacto, y en aquellos momentos Puri necesitaba más mimos, o al menos algo de empatía. Llevaban pocos meses casados, pero toda la vida juntos, así que sabía muy bien lo que le esperaba a su lado: mucho amor y algo de frustración. Normalmente le parecía bien, pero aquella mañana se sentía rara.
No había terminado de asimilar la ausencia de su marido cuando un intenso calambre electrificó su espalda arqueándola cual mascarón de proa.
—Ah, ah, ah… fu, uf, fu, fu, fu… ¿Qué hagooo? Ayayayayay… ¿Esto es una contracción? Pero si aún no tocaaa… ah, ah, ah… Pedrooo, ¿dónde leches estás? Fu, fu, fu…
Pasó enseguida. Se sintió aliviada a pesar de la certeza de su situación: se había puesto de parto.
Y Pedro en el monte con el avispado de Pascual.
Se incorporó como pudo, y arrastrando los pies y con las piernas muy separadas, se dirigió relativamente rauda hacia la “sala de la tele” donde se encontraban el teléfono y el listín telefónico.
Pasó a una velocidad indescriptible por absurda por delante de la caja tonta y no pudo evitar sonreír al reparar en la figura de plástico y fieltro, a modo de sevillana con toro, que descansaba sobre un tapete. Estaba segura de que iba a crear una moda. A pesar de la situación del momento, las hormonas la traicionaron y las lágrimas acudieron a sus ojos. El suvenir le traía recuerdos inolvidables del viaje de novios tan maravilloso que habían disfrutado hacía escasos meses. Ella creía que no iban a poder costearse el viaje de sus sueños, y sin embargo no sólo habían pasado diez días en “el Polo Norte”, un hostalito monísimo en las afueras de Soria, sino que además, a la vuelta habían parado en Casa Benito, en León, donde Pedro le compró la figurita que tantos gratos recuerdos le traía.
“El Polo Norte y León” —pensó suspirando.
Si se lo hubieran dicho unos años antes, no se lo hubiera creído. De regreso le confesó a Pedro con gran satisfacción que ya se podía morir tranquila, que se sentía realizada.
Le sobrevino un pinchacillo, con su consiguiente robo de aliento, al intentar sentarse en el borde de la silla tapizada en “polipiel” caqui que se encontraba junto al teléfono, sacándola de sus idílicos recuerdos allá por Castilla la Vieja.
—¡La madre que te parió, Pedro!
Comprendió que no se trataba de otra contracción por la levedad de la angustia y decidió tranquilizarse para buscar en el listín el teléfono de Pascual. Su mujer sabría a qué monte habían ido y cuándo pensaban regresar.
Allí estaba, en la A de “amigo de Pedro”. Algún día tendría que reorganizar la agenda siguiendo otros criterios. Giró con dedo tembloroso la rueda para marcar mientras le echaba un ojo al reloj de cuco de la pared que marcaba las nueve y diez de la mañana. Pensó que a esas horas no sacaría a Berta de la cama, pero si así fuera, se trataba de un mal menor. Si ella iba a parir sola sobre la alfombra de su salón, la mujer de Pascual bien podía sacar el culo de entre las sábanas.
Tras el tercer tono, una voz femenina contestó algo agitada y escasita de aliento.
—¿Siii?… ¡Sí!… chssssss… ¿diga? ¿Quién es?
De fondo se podía oír a Tom Jones berreando.
—¿Berta? Berta, soy Puri, la mujer de Pedro.
—Ay, hola Puri, mujer, no sabes qué susto me has dado… ¡Creía que llamaba mi marido! Pero no hace falta que siempre que me llames te presentes como la mujer de Pedro; sé perfectamente quién eres, que fuimos al colegio juntas, hija.
—¡Casi no te oigo, Berta! ¡Hay mucho ruido y hablas raro! ¡¿Pero que es todo ese jaleo?!
—Bueno… verás… es que me he levantado algo cabizbaja y me he puesto el disco del Jones… Entonces ha sonado el telefonillo… y era el del butano. El pobre tiene la espalda fatal y le he ayudado a subir la bombona por las escaleras… qué sofoco… y… ummm… ¡Eso es todo, ya ves!
Aquello era una trola como una casa.
La ventana del baño de Puri daba al ventanal del salón de la casa de Berta y Pascual; las separaba una callejuela. Así que sin dudarlo se incorporó como pudo, perdiendo el equilibrio ocho veces en el intento, y se dirigió, esta vez extrañamente veloz, sujetándose la barriga y perdiendo las bragas por el camino, al baño de servicio. Llevaba el teléfono bajo el sobaco y sujetaba el auricular entre la oreja y el cuello. De nuevo tuvo que felicitarse satisfecha por el acierto de haber obligado a Pedro a poner un cable de quince metros al aparato.
Mientras Berta le daba palique explicándole lo caro que estaba el butano, Puri hacía malabarismos para colocarse entre la taza del váter y el borde de la bañera. Enseguida pudo ver a su amiga a través de la pequeña ventanita.
—Ya, Berta, te entiendo… sí, sí, sí. Pero dime, ¿ese butanero es competente?
-¿Eeeh? Claro, mujer —rio en voz alta, y con tono algo capcioso concluyó—, ¡muuuchooo!
—Pues yo no me fío, parece que no sabe muy bien dónde tiene que enchufar la bombona. ¡Berta! ¡Que tienes una teta fuera y parece que te la quiere desenroscar, hombre!
—¡¿Qué? ¿Pero de qué estás hablando?! —fingió indignación y Puri soltó una carcajada que le dolió hasta en las pestañas.
—¡Que te estoy viendo, mujer! Pero, ¿qué haces, so pilingui? ¡Y con el butanero! —era incapaz de contenerse la risa—. Al menos dile que se quite el puro de la boca que te va a prender el pelo.
—Ay, calla tonta… qué vergüenza. No me cuelgues que le despido y vuelvo en un momento.
Puri esperó divertida a que su vecina despachaba a aquel extraño hombrecillo vestido de naranja chillón y no pudo dejar de preguntarse qué habría visto en él. Berta lo empujó por la puerta, cerrando de un portazo tras su estela deslumbrante, y volviendo a toda prisa a ponerse de nuevo al teléfono, no sin antes cubrirse con una bata de “guatiné” rosa brillante que descansaba sobre el respaldo de su sofá.
—No me lo puedo creer, Berta, ¿pero qué leches haces engañando a Pascual?
—Bueno, Puri, no es furor uterino precisamente; es venganza. Pascual va con fulanas, ¿lo sabías? Pues sí, al señorito no le basta conmigo y decide humillarme, así que yo me lo hago con el butanero. ¿Pero te has fijado en él? —suspiró desesperada—. ¡Madre mía!, si Pascual es como Errol Flynn a su lado. Pero chica, es lo que hay.
—Suena deprimente… ¡Ay, ay, fu-fu-fu… uf, ay, ay!
—¡¿Pero qué te pasa, Puri?! ¡¿Va todo bien?!
—¡Ay, espera!… Ay, espera, ay, ay, fu, fu… Aaaah.
—¡Puri, Puri, dime algo!… ¡¿Qué te pasa?!
—Ya… ya está… Creo que son contracciones, que estoy de parto.
—Pero si aún faltan dos meses, ¿no? ¡Y Pedro se ha ido al monte con Pascual!
—Por eso te llamaba; necesito saber dónde han ido y cuándo piensan volver. ¿Te han dicho algo?
—Qué va, están en el monte, punto. Ya voy yo para tu casa que te seré más útil.
—Pero, ¿no sabes a qué monte han ido? ¿Nada?
—Bueno, espero que estén lejos de cualquier coto de caza no sea que confundan al lerdo de Pascual con un alce.
—¡La madre que te parió, Berta! —Puri se rio a pesar de todo—. ¿Vienes tú conmigo entonces? —inquirió aliviada.
—Claro, me visto y voy.
—Primero dúchate, Berta, no vaya a ser que a alguien le dé por fumar a tu lado. Yo voy a llamar al cuerpo.
—¿Qué cuerpo?
—A la guardia civil; necesito que encuentren a Pedro. De esta no se escaquea.
Colgó el teléfono y se dispuso a marcar el teléfono del cuartelillo del pueblo.
—¿Oiga? Soy Purificación Cortés. Me he puesto de parto y mi marido está en el monte.
—Bien, tranquilícese. ¿En qué monte, señora?
—No lo sé. Estoy muy asustada, y preocupada —no era para tanto, pero si no hacía el papel de damisela en apuros, temía que no le hicieran caso.
—No hay por qué, señora. Deme una descripción y pasaré el aviso a los guardias forestales y a las patrullas de monte. ¿Cómo es su marido?
—¿Mi marido? —una inmensa y repentina rabia se apoderó de ella—, ¡mi marido es gilipollas!
—Creo que con eso no bastará, señora. ¿Puede ser algo más concisa?
—Es… es… bajito, calvo, cabezón, con bastante barriga y algo paticorto.
—Señora, ya si me dice que va de verde oliva vamos a tener un serio problema, porque me acaba de describir usted a un noventa por cien de la benemérita.
—Bueno, hombre, ¡yo que sé!
Puri empezó a sentirse idiota. Aquel agente se estaba mofando y ella realmente no tenía nada más qué decir. No sabía si habían ido en coche, en avión, en barco, o en autobús; ni qué ropa llevaba. Nada. Al final iba a tener razón su suegra que solía jactarse a menudo de que en aquel matrimonio el más inteligente y avispado era su hijo, y que ella no sería nada sin él. Enseguida se reprendió por aquel estúpido pensamiento.
—Usted quédese junto al teléfono que ya le decimos que la llame en cuanto demos con él.
—Vale, de acuerdo, daré a luz aquí mismo, sobre mi sofá, esperando a que mi marido me llame, no se preocupe que ni me muevo.
—No, claro, no, perdóneme usted la tontería, señora.
—Yo voy con Berta, la mujer del compañero de monte de mi marido, al hospital. Avísenles de que estamos allí. Sólo son dos, mi esposo Pedro Morel, y su amigo Pascual Gómez.
—No se preocupe que daremos con ellos.
Colgó el teléfono.
Se vistió todo lo rápido que pudo y cuarenta y cinco minutos después ya estaba preparada, sin bragas, ni zapatos, pero preparada. Esperó de pie con la frente apoyada contra la puerta de la entrada, inclinada hacia adelante y con el culo en pompa.
—Ayyyyy ¿por qué no llegas ya, Berta?… ¡Jodía pilingui!
Una voz seca llegó del otro lado del conglomerado fino y hueco, dando un susto de muerte a la parturienta.
—Aquí… ábreme.
—Oh, perdóname —abrió la puerta bastante azorada—, es el dolor de estas malditas contracciones, que me hace delirar.
—Vale, tranquila, no pasa nada —aunque su gesto indignado anunciaba a gritos que en el primer semáforo la dejaría tirada junto a algún vendedor de pañuelos—. ¿Estás preparada?
—Sí, sí, vamos. La guardia civil está buscando a Pedro y a Pascual y les avisarán de que estamos pariendo.
Cogieron el coche de Berta que estaba parado frente al portal, taponando toda la calle. Por suerte no era una zona de mucho tránsito, porque atravesar el vestíbulo les había llevado más de diez minutos. Puri mostraba un gesto de velocidad engañosa, pero no terminaba de salir disparada.
Una vez en el hospital, las llevaron a una habitación pintada del tono “verde sombrío” de “Tiranlux”. Una enfermera muy agradable intentó acomodar a Puri en una cama alta llena de almohadones. Al comprender la imposibilidad física de tal empeño, decidió llamar a cuatro porteadores que desde aquel día ya no duermen tranquilos debido a las amenazas e improperios, dignos de una posesión satánica, que profería aquella dulce e indefensa parturienta.
Berta miraba asombrada a su amiga desde un sillón de compañía que se encontraba al lado del cabecero de la cama.
—Chica, por Dios.
Puri giró la cabeza hacia ella con los ojos inyectados en sangre.
—¡¡¡Cállate!!!
Cada sílaba fue pronunciada con gran intensidad, como si saliera desde lo más profundo de sus entrañas, dejándola sin aliento y empañando las pupilas de su amiga. Berta decidió que debía ir al baño a refrescarse, aunque sin saber cómo, apareció de pronto en la cafetería del hospital tomándose un gin tonic.
Dos horas después, un médico con gafas de culo de vaso sostenía a su bebé muy cerca de ella para que pudiera observar lo preciosa que era. Tan pequeñita.
Para cuando la trasladaron a la habitación, Berta acababa de llegar de sus pequeñas vacaciones matinales.
—¡¿Dónde estabas? Me has dejado sola, Berta! —acusó llorosa.
—¿Que dónde estaba yo?¿Dónde estabas tú que he vuelto del baño y habías desaparecido?
—Yo pariendo, ¿y tú?
—Es que… no encontraba el servicio.
Berta agachó la cabeza y se acercó a ella despacio y precavida. Puri sonrió.
—¿Tanto miedo daba?
—Terror atroz.
Ambas rieron.
—¿Qué tal ha ido todo? Cuéntame… ¿qué ha sido?
—Ser humano, contra todo pronóstico a juzgar por el padre que tiene —se le perdió la mirada en el verde de las paredes—. La voy a dejar huérfana de padre, Berta, pero aparte de eso… ¡ha sido niña! Es tan bonita… Ahora la verás, me han dicho que me la traen enseguida.
En ese momento Pascual asomaba la cabeza por la puerta de la habitación.
—¡Pascual!… ¿Y Pedro? —Berta no entendía qué hacía allí su marido sin su compañero de monte, el padre de la criatura.
—¿Está bien Puri? ¿Le duele mucho? —preguntó angustiado dirigiéndose a su mujer como si la parturienta no estuviera presente.
—¡Claro que le duele!¡No se puede ni mover!
Pascual se giró y entornó un poco la puerta a su espalda, aunque pudieron oírles de todos modos.
—Pasa, Pedro, no hay peligro, ni se pude mover.
Las dos mujeres se miraron indignadas. Les costó bastante contener la carcajada a pesar de que a Puri le dolía hasta pestañear. Pedro entró cabizbajo, emanando un gran sentimiento de culpa. Se acercó a ella lentamente y deteniéndose a una distancia prudencial.
—¿Estás bien, mi amor?
En ese momento irrumpió la enfermera agradable que había intentado subir a Puri a la cama, con la niña más bonita del mundo entre los brazos, cubierta con una mantita amarilla que su abuela por parte de madre, Visitación, había tejido para la ocasión.
Se les olvidó todo, hasta respirar. Pedro corrió a ponerse al lado de su mujer para poder ver aquella maravilla de pelo negro y mofletes sonrosados: su hijita.
Todos lloraron, pero Pascual desconsoladamente.
—Cómo la vamos a llamar? —preguntó Pedro.
—¿Qué te parece Leticia?
—Ag, suena a princesita cursi, ¿no?
—Bueno… ¿y Matruska?
—Me encanta.
De pronto el rostro de Puri se tornó preocupado.
—¿Qué pasa, mi amor? —se acongojó Pedro.
—Pedro, la niña es sietemesina.
—Bueno, chica, la querremos igual.
—Pero es que íbamos a decir cuando naciera que era sietemesina porque si no, no daban las cuentas, ¿recuerdas?
—Pues mejor, ya no hay que mentir, es sietemesina de verdad.
Puri meditó seriamente acerca de su buen juicio al escoger a Pedro como padre de sus hijos por el tema de los genes, y no pudo evitar pensar que si él era “el componente de aquella familia más inteligente y avispado”, estaban apañados.
—Ay, cariño, es que así supuestamente ha nacido con cinco meses de gestación y eso en el pueblo no se lo va a tragar nadie.
—Que sí, mujer —Pedro no podía parar de sonreír mientras observaba embobado a su Matruska.
Puri se asombró ante la ingenuidad de su marido, a pesar de que siempre había sido bastante tontorrón en ese aspecto. Pero lo que de verdad la dejó atónita perdida fue ver cómo pocos días después le daban el nombre de su hija a una de las calles del pueblo.
En uno de sus muros se podía admirar una labrada placa que rezaba:
“A Matruska, nuestro milagro viviente”.
SINOPSIS
Matruska Morel es una adolescente encerrada en el cuerpo de una mujer de casi cuarenta años. Es frívola y superficial, aunque entrañable por su torpeza, su ingenuidad, y su nada inocua falta de mala intención. ¿Qué pinta ella en un atunero rodeada de fornidos, y no tan fornidos, marineros? ¿Por qué peligra su vida continuamente? Y lo que resulta más inquietante: ¿cómo puede ser que a una mujer tan glamurosa le sucedan cosas así?
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