CARMEN Y JOSE

CARMEN Y JOSE

Luis Madrid

15/03/2021

La que sería a la postre su perdición, estaba allí frente a José, aunque este lo ignorase completamente. Solo eso podía explicar, aquella temeridad llevada adelante, por quien se atrevía a correr unos inevitables riesgos; después de certificar una prolongada exposición, ante unos tan potentes e indisimulables encantos, correspondientes a una particular mujer: la cual capaz era de influir, en más de un macho resuelto: para hacer trocar con facilidad, lo asumido como un invariable convencimiento, en una irreconducible como seguramente vergonzosa vacilación.

El elemento perturbador de cualquier cabeza medianamente organizada, sin duda presente en Carmen, tenía que ser en alguna medida reconocible. Todos usualmente deberíamos tener capacidad de reconocer un veneno, con el poder suficiente de acabar con nuestra existencia misma. Aunque en más de una ocasión, la mencionada sustancia nociva, pueda tener la inoportuna característica, de ser también tremendamente aditiva: haciendo de su peligro potencial, un deseo sinceramente tentador.

Era una verdad reconocible, por todos aquellos que pudieron estar cerca de quien fue su obstinado tormento: de desmedidas formas atractivas, en todo lo relacionado con su correspondiente silueta femenina; que había de contar a su favor, con no pocos elementos propios, antiguamente atribuibles a las diosas devoradoras de hombres, de la mitología grecorromana. Pues su belleza tristemente celebre, como las de las antes mencionadas, era claramente suficiente, para reducir el más elemental entendimiento racional, que de su prematuro fin, a él hubiese podido salvar.

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Ahora bien: ¿Qué tanto más podía esperarse que sucediera, con la suerte de quien había sido, un hombre probo y capaz, al cruzarse en el camino de ella? Carmen, aquella chica de sonrisas entre comedidas y transgresoras; cuyos besos me relato él, tenían la capacidad de revivir a cualquier mortal; podía protegerlo del frío que azotaba su ser: ese mismo, tan relacionado con el abandono y la incomprensión; generalmente indisimulables, frente al observador imparcial.

Al punto de hacerle creer a él, que mientras sus labios se encontraban junto a los de ella; chocando violentamente como las olas del mar, hasta fundirse en una sola; había de experimentar, la existencia de la pureza en este mundo: la misma que usualmente suele presentarse, en forma de apacible como añorada ficción

¿Puedo yo que fui su amigo, hoy recriminar tanto la debilidad de él, mientras sucumbía al calor de un aliento apasionado, que había de proporcionar a su alma, paz y sosiego? La respuesta correspondiente, fácil no ha de ser: más aun tomando en cuenta, que las pocas veces que vi feliz, a ese hombre que dejaba paulatinamente de serlo, tuvo que ser en esos momentos: en que sus manos se atrevían a apartar de un rostro, bendecido por un mirar de fuego; esos hermosos cabellos castaños, que lo escoltaban; para después de ello, entregarse totalmente al poder pasional de aquellos labios jóvenes, sensuales, provocadores: capaces de corresponder a sus deseos más íntimos. Mientras también podían avanzar en el secuestro de su voluntad; para con ello convertirlo, en nada diferente de un alma perturbada y perdida.

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