Bésame y lo sabrás

Bésame y lo sabrás

Mauro Pugnale

14/03/2021

¡Cómo serpentea las caderas esa maldita! Yo sabía que una velada en la disco no sería perder el tiempo. A donde voltee, mi mirada vuelve magnéticamente con ella. Esa perfecta silueta de violín no puede ser fruto del azar, pero está claro que tampoco encierra plástico bajo aquella piel de caramelo.

Me domina con cada rebote de ese sublime pecho saltarín. Yo no había terminado de poner un pie en la pista cuando ella ya había advertido mi presencia. No soy ingenuo ni tímido. De hecho, soy alto y bien parecido, denoto seguridad a donde voy. Sospecho que no soy el idiota que ella está buscando. ¿Entonces por qué me sigue sugiriendo, con la mirada, que ese meneo lascivo puede ser para mí?

Mi cuerpo responde al sortilegio, en contra de mi voluntad. Aunque estoy bien vestido, mi aspecto no es de opulencia; cuando mucho, sugiere gallardía. No creo que venga por mi dinero.

Ese ruido tan molesto de fondo son los trastornados latidos de mi corazón bajo su mando. ¿Podría estar auténticamente interesada? ¡Ja! Claro que no. No una mujer como ésa. Conozco bien ese contorno seductor: no es la primera vez que me topo con una trampa semejante. Su esplendor está tan bien calculado como el mío.

Esa mujer, que tiene cada fibra de mi cuerpo a su merced, no es más que un súcubo. Por desgracia, la razón y los instintos no operan en la misma sala de máquinas. ¿Sabes qué? Qué más da. Ya estoy en su telaraña, así que le daré gusto.

Ella se abrió paso, entre el tumulto y su algarabía rumbera. Un instante frente a ella fue lo que estuve, cuando resolví tomar la iniciativa —ven acá, verduga de mis inhibiciones— le susurré.

Decidido estiré mi brazo hasta dejar mi mano derecha en su espalda baja, y así, impulsarla hasta adherir nuestros torsos sin brecha que valga. —Audaz— ella musitó con picardía. —Bésame y lo sabrás— repliqué.

Hambriento y con frenesí, le arreglé un beso en esos suculentos labios granate, por unos segundos. Rauda se desprendió, flexionando los brazos contra mis hombros. La dejé libre, desde luego, pero ya era muy tarde.

Qué rápido apreció el horror cuando nuestras lenguas colisionaron. “Debe ser un pésimo besador” tal vez piensa el populacho que nos rodea. Pero no, no es el caso. Intuyo que ella planeaba hacer exactamente lo mismo conmigo. Mi impetuoso beso le encantó. Le gustó tanto como a los, quien sabe a cuántos imbéciles, que me precedieron, les gustaron los de ella.

“¿Por qué sus besos tienen el mismo efecto que los míos?” Seguro ella se cuestiona con premura. Pero la respuesta debe haber cruzado su mente antes de que terminara de formularse la pregunta. Temblorosa, da un par de pasos hacia atrás. Su aterrorizado rostro pierde encanto, cuanto más me clava la mirada. Yo bajo la cabeza, e interrumpo mi vasta sonrisa sólo para dejar caer tres palabras: las últimas que ella escucharía. – Soy un íncubo.


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