1.Reinicio

I

Ha sido la hostia: una sucesión de notas que encajaban a la perfección. He llegado a pensar que no podía ser verdad, que se trataba de un sueño en el que me escurría de la cama y bajaba las escaleras a oscuras, con cuidado de no hacer ruido ahora que mi padre pasa unos días en casa. Un sueño en el que me acomodaba en el sillón más próximo a la chimenea, seducido por el sonido de las últimas ascuas crepitando al fondo, todavía fulgurantes. Las cortinas descorridas, las persianas a medio bajar, la llave encajada con sus dos vueltas en la cerradura de la puerta de la calle. Un sueño del que no recuerdo de dónde saqué la toalla con la que envolví el mástil de la guitarra para no molestar a mi padre que, en estos días, por sus dolores, frecuenta el sueño a ratos que son ratitos, por cortos. Por ligeros. Un sueño que me sirvió de impulso para elegir un acorde y no otro, una combinación determinada, luego definitiva tras el intento por deshacer el orden, recolocarlo todo y que el resultado se asemejara a la preciosa música de Lucinda. No lo conseguí. Que se pareciera a Lucinda, digo. No importa, tengo mi melodía después de tanto tiempo, por eso lo celebro. Para dejar constancia en mi memoria de que a los ruidos habituales se suma, al fin, la música, ahogada hasta que el día se eche encima del todo y la bruma se haya desvanecido. A partir de entonces, cuando el brillo del sol caiga en vertical sobre los tejados, las notas se ejercitarán poderosas en los trastes liberados de mordazas de algodón. Su resonancia se expandirá por todos los rincones de la casa y despertará a sus habitantes; se enredará en sus voces, en el ronroneo de Flora, en el viento que se cuela entre las ramas de los cuatro fresnos del jardín.

Tomarán posiciones en el pentagrama del cuaderno que por fin inauguro. Siento que mi vida recomienza.

II

He querido aprovechar que el día está claro y mi padre aún duerme para bajar al pueblo a dar una vuelta. He cogido la mochila con lo de siempre y he conducido a una velocidad mayor de la que exigen las normas, con esto de que a media mañana es difícil cruzarse con otros coches en el camino que va desde las fincas a Santa Clara. Durante el viaje, he disfrutado de la visión de estos valles coloreados de otoño. Del olor a limpio que desprende el ambiente tras las primeras lluvias. Del frescor del agua vaporizada que cubre la vegetación y se adhiere a la piel. De la brisa que aún no es viento y deja a su paso un efecto purificador.

Contemplar este prodigio de la naturaleza, sentir su influjo, me enloquece.

No entiendo por qué se relaciona el otoño con el preludio del ocaso si la naturaleza luce esplendorosa, con su velo de bruma blanca casi transparente al contacto con el sol. Su luz cenital congrega cientos de matices que redibujan el paisaje. Es, de todos los rasgos que caracterizan a esta estación, el que más me seduce por la sobredosis de melancolía que me proporciona, tan útil a mi condición creadora.

En este tiempo da gusto arrellanarse en el banco del porche trasero, las palmas de las manos unidas, agazapadas entre los muslos, y asistir a la precisión con que los rayos de sol van mudando su incidencia a medida que avanza el día, hasta confundirse con el centelleo que proyecta la bombilla que cuelga del techo. Qué gran placer supone asomarme a la terraza del piso de arriba, acodarme en su barandilla y dejar que el olfato y la vista se desboquen ante la exuberancia del tapiz que se extiende desde el jardín, a los pies de los fresnos para los que aún no es tiempo de doblarse, hasta la falda de la montaña y más arriba, donde sólo hay roca. Me resulta catártico mirar hacia su cumbre. Pronto estará salpicada de las primeras nieves, aunque el colmo del delirio es perderme en el jardín y luego en el hayedo, territorio común a los vecinos de la zona; como lo es, también, el riachuelo que hace las veces de linde entre el mundo y mi parcela y en estas fechas amanece cubierto de una fina capa metálica que, a poco que golpees con la punta del pie, se rompe en mil pedazos, al instante engullidos por el agua, unas veces azul y otras verde. Hace unos días se me ocurrió atravesar la raquítica pasarela que une las dos orillas haciendo equilibrios absurdos y me caí. El agua estaba helada pero ¡oh, Dios, qué bien me sentó el inesperado chapuzón! Se disiparon en un instante todas las tonterías que habitaban en mi cabeza y eliminé cualquier posibilidad de coger una pulmonía en lo que resta de otoño e invierno después de pasarme una semana en cama, purgando un catarrazo que, a buen seguro, me ha inmunizado.

III

Decía que he bajado al pueblo. Esta vez he aparcado junto al mojón que hay a la entrada de Santa Clara, en la parcela que la señora Tomasa tiene justo al lado. Le he agradecido con un ligero abrazo su hospitalidad con mi Capri. Después he subido la calle y en su primera esquina he torcido en dirección oeste. Diez minutos me ha llevado recorrer la cuesta de los Poetas y alcanzar la playa, que primero he recorrido con los pies hundidos en la arena y después muy próximo al agua. Hasta que he recordado que la lonja podía estar abierta y he decidido apretar el paso para ver la subasta, aunque fuera en sus últimos minutos. No ha habido suerte. Los horarios de mercado son incompatibles con los míos a menos que empalme la noche con el día y que, cuando el amanecer llegue, no me encuentre muy pasado.

Así que me he contentado con vagar por la explanada del muelle y hasta me he sentado, con los pies colgando, en su extremo más metido en el mar. Ensimismado en la contemplación del horizonte de un azul sin degradados, en el vaivén menos rocanrol que otras veces de las olas, en el hipnótico graznido de los cormoranes sobrevolando unos cajones con desperdicios de pescado, he recordado a una chica que conocí una vez en un lugar parecido a éste. He intentado escribir sobre ella. Sobre la única noche que pasamos juntos. Sobre lo que quise que pasara y no pasó. Sobre lo que ella quiso que pasara y pasó. Sobre el amanecer que nos sobrevino y nos descubrió desnudos, cubiertos de salitre. Sobre la despedida en que pareció írsenos la vida…

No he sido capaz de articular ningún verso. No me daban las palabras ni aun trayendo a mi memoria el runrún de los acordes recién nacidos la última madrugada. Así, con la mañana en punto muerto y sin nada más que hacer en Santa Clara, he devuelto el cuaderno y el lapicero al fondo de la mochila y he desandado el camino con aire lánguido.

He querido agradecer a la señora Tomasa su hospitalidad con un queso que he comprado donde Lali. Lo ha rechazado entre aspavientos y un vehemente será posible; y ha levantado después la solapa de mi mochila y escurrido en ella, sin darme tiempo a reaccionar, una bolsa de castañas. He prometido corresponderle, todavía no sé cómo. Aunque, pensándolo bien, voy a proponer a mi padre que me acompañe en mi próxima visita a Santa Clara, a ver si con un poco de suerte la señora Tomasa me convida de nuevo a dejar mi coche en su propiedad y les presento. A mi padre le vendría muy bien hablar con alguien que no sea yo. Y la señora Tomasa es muy simpática.

******

De forma repentina, mi padre ha decidido regresar a Madrid. Me ha informado de ello durante el desayuno. A sus bronquios no le sienta bien la humedad de estos campos ni a su cabeza mis ruidos. Vuelve a su casa sin haber logrado comprender cómo un hombre solo, en una casa tan grande, puede armar un alboroto capaz de llevarse por delante cualquier intento de alcanzar sosiego.

Ha sido tal su contundencia que ha anulado mi voluntad de persuadirle de que se quedara un par de semanas más. Ni siquiera unos días. En su lugar le he ayudado con el equipaje sin hacer ningún reproche y, a primera hora de la tarde, he agitado mi mano en señal de despedida mientras tragaba saliva. Me ha correspondido desde su asiento pegado a la ventana, justo cuando el tren echaba a andar. Se le veía contento.

A mí, en cambio, no me han quedado ganas de volver a casa. No me alcanzaban los ánimos para afrontar soledades, así que he dejado el coche en la estación y he ido a dar una vuelta por la playa, una vez vencida la tentación de dejarme caer por el Bluebird y su interminable barra de madera de cerezo con rastro de ginebra y otras bebidas celestiales. En su lugar, he optado por la sensación de sentirme empequeñecido ante la visión de cielo y mar juntos, mientras apuraba un porro con devoción y valoraba la propuesta de Samuel de ir con los chicos, esta noche, a tomarnos unas copas y a ver a Raimundo tocar en el cierre de las fiestas del pueblo.

He querido planificar también los días venideros, la recuperación de las costumbres abandonadas durante los dos últimos meses. Tan absorto estaba en programar mi futuro inmediato que no he atendido a la oscuridad del cielo, que advertía de una tormenta inminente que me ha calado sin piedad mientras corría a guarecerme en el coche.

Dentro de éste, con las ventanillas delanteras bajadas un par de centímetros y la calefacción puesta al máximo, he esperado a que escampara mientras fumaba y escuchaba Wildflowers de Tom Petty, que por fin me llegó hace un par de días y espero no perder de nuevo. Rendido al hechizo de su intemporalidad, he tomado nota de algunas de las florituras musicales que no dejan de sorprenderme en cada escucha, y he disfrutado, entre suspiros de placer, por la fortuna de dedicarme a la música, sobre todo desde que la inspiración ha reaparecido en la mejor versión de sí misma tras una desesperante temporada abandonado de su mano, ahuyentada por el eco de las visitas. Mi padre al margen de todas ellas.

Reconquistada la rutina de la soledad, imagino el instante en el que Flora saldrá a recibirme cuando abra la puerta de casa. Después de acariciarla creo que me sentaré en el porche en compañía de un ron con cola. Quizá de varios. Mientras aguardo la llamada de mi padre informando de que ha llegado bien. Será en torno a las nueve de la noche. Para entonces es probable que esté un poco borracho así que mis planes de bajar a Santa Clara se irán al carajo. Y cuando el frío entumezca mi cuerpo y me sea imposible resistirlo, entraré en casa y me acomodaré en el sofá o caeré sobre la cama sin deshacer, convertido en peso muerto.

O puede que la jornada concluya con una sesión de cine a la que no convocaré a Ford, Huston o Peckinpah, mi particular Santísima Trinidad: necesito quedarme dormido pronto y que el sueño me dure hasta bien entrada la madrugada. A lo mejor, para entonces, me despiertan las ganas de contar algo y escribo, por fin, los versos que me faltan para acabar la canción.

Por cierto, estoy tratando de averiguar quién se ha mudado a la casa de al lado.

Sinopsis

¿Es posible estar sujeto a tierra firme y perseguir, a la vez, anhelos que se disparan en vertical hacia arriba, y parecen inalcanzables? Esta pregunta sobrevuela la trama de Todo forma parte del plan, a través de la mirada de su protagonista, un músico cuya capacidad creadora lo mismo le lleva a elevarse y tocar el cielo que a caer en una oscuridad existencial, donde la inspiración, en su versión más dolorosa, también habita. Traspasada la frontera crucial de los cuarenta, desde el quicio donde se abren las puertas de algunas seguridades entre tantas dudas, el personaje fundamental de la novela tiene algo de Ulises a vuelta de casi todo, necesitado de reencontrarse consigo mismo y de reconocer lugares propios en los que descansar y que constituyen la brújula mejor de estas páginas. En ellas hay cabida para el amor, la amistad o las relaciones familiares, pero también para el sentimiento de pertenencia a un espacio transformado en norte magnético. Con una aguja temblorosa, que el lector hace suya desde el principio, el creador que aquí toma la voz narrativa buscará la mejor manera de reconocerse y poner letra y melodía a su vida. Una letra y melodía parecidas a las que todos buscamos.

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