El burro del aguador

El burro del aguador

Mi madre solía quejarse siempre, argumentando que vivíamos como el burro del aguador, “cargado de agua y muerto de sed”. Y cuánta razón tenía la santa mujer.

Viniendo de una familia acaudalada, no estaba acostumbrada a recibir a todas horas llamadas telefónicas de los bancos, que temerosos de perder lo prestado, se apresuraban a tratar de recuperar, antes que su competencia, aquel préstamo otorgado en épocas de abundancia cuando, en realidad, era lo que menos se necesitaba.

Sin embargo, mi padre, conocido como el Rey Midas de la comunidad, pues negocio que iniciaba lo convertía en una mina de oro, tenía una frase preferida: “la pobreza y la pendejes siempre van de la mano”. ¡Cuán equivocado estaba el pobre hombre!

Cada inicio de mes solíamos recorrer la calle recolectando rentas. Calle, por cierto mal nombrada, pues debía llevar, sin lugar a dudas, el nombre de mi padre, pues todas las propiedades «a diestra y siniestra» de la misma le pertenecían.

Decía también mi padre qué “el que nace pa’ maceta, del corredor no pasa”, o lo que es lo mismo que “el que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas”.

Siendo yo en aquel entonces un chiquillo ingenuo, cada mañana en cuanto me despertaba, corría a mirarme en el espejo, antes de salir a la escuela, y observaba muy bien mi cara a ver si no tenía rasgos de estarme convirtiendo en maceta, pues ese era mi mayor temor entonces. Yo no quería ser maceta, y menos de corredor. Por lo menos las macetas de balcón podían mirar al sol durante el día, y contar con la presencia de algún ave que se posara incluso en ellas, pero las pobres macetas de corredor…

Ni qué decir del tamal. Durante los veinte minutos que duraba mi trayecto andando, junto a mi hermano mayor, de la casa a la escuela, siempre miraba al cielo, no fuera que una hoja de plátano me cayera encima aplastándome, convirtiéndome sin remedio en tamal.

Para colmo de males, tenía un profesor en la escuela que, quejándose de algún alumno de lento aprendizaje, solía decirnos “hay maderas que no agarran barniz”. Pobre Pinocho, pensaba yo; ojalá Geppetto haya sabido escoger bien su madera.

Pero volviendo con el burro, “tanto va el cántaro al pozo, hasta que termina quebrándose”, y al parecer eso pasó con los cántaros de nuestro pobre jumento, un día se rompieron sin siquiera darnos cuenta, o al menos yo como niño nunca supe que pasó, pero llegó el día que ya no hubo agua ni pa nosotros ni pal burro , “ni pa Dios ni pal diablo”.

Un día, de madrugada, mis padres tuvieron que salir huyendo de nuestra casa, pues el imbécil de su abogado (perdón por lo de abogado) le “dió el pitazo” a mi padre de que una orden de aprensión había sido liberada en su contra aconsejándole salir huyendo, mientras le conseguía un amparo. Y entonces “piecitos para que los quiero”, tomó su camioneta y a mi madre y salieron corriendo sin rumbo fijo. El único amparo que yo vi esos días, fue a la pobre de mi tía Amparo, que casi le da un síncope al enterarse de todo el zafarrancho.

Sus andanzas de peregrinos errantes duraron un año. Menos mal que “no hay mal que dure cien años” pues ya con un año tuvimos suficientes emociones y la segunda parte del refrán reza “ni infierno que lo soporte”. Sabia conclusión.

Fue a mi, un novato adolescente en aquel entonces, a quien me tocó recibir a los abogados de los distintos bancos acreedores, quienes irrumpieron en nuestra casa, llevándose todos los muebles y demás bienes que encontraron, no dejando ni un solo objeto de valor, cuales viles aves de rapiña.

Bueno, ahora que recuerdo, sí dejaron algo de mucho valor, dejaron a Misha, la gata persa consentida de mi madre, y eso porque supo esconderse muy bien y solo salió de su escondite una vez que todos los buitres se habían ido, de no ser así, hasta a ella se la hubieran llevado… casi seguro.

La pobre Misha estaba más asustada que yo, y se restregaba en mis piernas maullando desconsolada, no sé si porque tenía miedo o hambre, pues hasta su plato de comida se habían llevado los ingratos.

-No te preocupes Misha , le dije, yo también tengo hambre, “mal de muchos consuelo de tontos”, pensé.

Dicen que “el miedo no anda en burro” y yo no sé quién tenía entonces más miedo, si el pobre burro que se quedó sin cántaros, sin agua, y por lo tanto sin trabajo, Misha que ni plato para comer tenía, o yo que hasta mi cama se llevaron, (sin contar a Pinocho que no sabía aún de qué madera estaba hecho; eso sí que daba miedo).

Pero como “más vale paso que dure que trote que canse”, decidí salír a caminar un rato por la colonia, más por curiosidad de ver si algún vecino se había percatado de nuestro infortunio, que por otra cosa.

Por fortuna no me topé con ningún vecino, aunque ahora que lo pienso bien, el que vivía a un lado de nuestra casa se apellidaba Ladrón de Guevara, y como entre los buitres que saquearon mi casa iban varios policías, pues prefirió entonces «hacerse de la vista gorda». El que vivía del otro lado se apellidaba Zapatero, y pues “zapatero a tus zapatos”, así que todo sucedió tan rápido que nadie se dió cuenta.

Hoy, muchos años después, salí en busca de la mal nombrada calle y solo encontré una reja metálica en cada extremo de la misma. Los vecinos decidieron apropiarse de la calle, “haciendo leña del árbol caído”, y ni siquiera el nombre le cambiaron.

Recuerdo con nostalgia a mi padre, quien nunca tomó en cuenta que “quien de ajeno se viste, en la calle lo desvisten”, y confirmé que finalmente “nadie sabe para quien trabaja”…

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