La casa de María se incendió en diez minutos. El fuego devorador empezó en el pajar y en media hora subía arrogante por las escaleras. La familia dormía ajena al horror. El pequeño pueblo estaba incomunicado, sin luz, desde que el río Isábena inundó la zona dejando las carreteras anegadas.

Alguien debió encender una vela antes de irse a dormir. Se retiraron pidiendo al cielo que no hubiera ningún parto o que alguien enfermara gravemente. Eran riesgos de la incomunicación. Pero nadie esperaba un incendio.

A la entrada del pueblo, vivía Félix con su familia. Entre todos sacaban adelante el hogar. Había ido a la escuela, ubicada en un pueblo cercano a una hora de camino, con María y el resto de los niños. Era el mayor y el protector. Él siempre decidía lo mejor en momentos de apuro.

Félix estaba enamorado de María desde que empezó a hacerse mujer. Era un amor correspondido y guardado en lo más secreto de sus corazones con inmenso cuidado. Temían que algo lo estropeara.

Tenía por costumbre mirar hacia la ventana de María antes de retirarse para dormir, cuando volvía de atender a los animales. Él fue el primero que vio el fuego en casa de la niña. Echó a correr y al poco tiempo estaba subiendo la escalera. El humo había despertado ya a la familia. El cuarto de María era el más cercano a la escalera. La encontró, la nombró. No respondía, y Félix comprendió que estaba en un momento trascendental. Su instinto le dijo que sus pulmones se recuperarían si respiraban aire puro de la montaña. A grandes zancadas, con María en brazos, subió por el camino de cabras hacia el Turbón. Tenía que llegar a tiempo. Pesaba poco y aún menos ayudado por la angustia de llegar cuanto antes a la Foradada, en la cumbre.

Varias veces había comprobado que respiraba, quedo, pero respiraba. Subía a zancadas, comprobando que su medicina funcionaba. Llegado a su peña, la niña, levemente intoxicada, poco a poco iba recuperando el ritmo de respiración normal. Se sentó en la peña, gozoso, sin separarse de su tesoro ni por un momento. La besaba, enloquecido. La niña le miró, sonrió, y al momento cayó en un sueño profundo y feliz. Estaba amaneciendo. Félix agotado, también se durmió con ella en brazos.

Cuando amaneció, recordaron el fuego y angustiados, de la mano, enfocaron el sendero hacia el pueblo a todo correr.

Restablecida la calma en el pueblo, solo faltaban ellos. Los padres de María habían visto salir a Félix con la niña desvanecida, entre el humo espeso del incendio, y, cuando aparecieron, todos sintieron que la tragedia ya era algo más fácil de asumir.

Aunque por dentro solo había desolación, y los daños eran enormes, la casa se mantenía en pie. El resto de lo sobrevenido solo necesitaba tiempo para irse solucionando y aquella familia, vecina del profundo congosto, recobraría las ganas de vivir y el ánimo para desafiar tantas inclemencias como les iban aconteciendo.

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