─Navegando rumbo a las islas hice dos amigos en el barco ─dijo palpando los bolsillos de la campera ─Un gordo de diecinueve años que se llamaba Gastón, pero que todos bautizamos como Berlinesa, como las bolas de masa azucaradas que se comen con el mate; y un pibe pálido como la leche y flaco como el abedul que tengo plantado ahí afuera. Julio se llamaba ─extrajo una cajetilla de cigarrillos del abrigo.
─¿Arriba del barco se daban cuenta del propósito por el cual iban a las islas? ─inquirí mientras el viejo Ángel Castillo encendía el vicio.
Apoyó el encendedor con el grabado «Ruso» entre el cenicero inundado de colillas y el vaso de chapa cargado hasta el tope de vino tinto.
─Apenas sabíamos cómo disparar los fusiles, pero igual teníamos fe en la victoria; los superiores decían que era cuestión de actitud más que de otra cosa. Viejos boludos ─murmuró carraspeando levemente ─Estuve con Gastón y Julio en el Monte Longdon, sin saber que esa sería la batalla más brava de toda la guerra de Malvinas ─tomó el vaso y le dio un largo sorbo ─Estoy seguro de que fue la peor noche de nuestras vidas, superó cualquier pesadilla.
─¿Hubo muchos caídos? ─pregunté con algo de cautela. Me sentí un poco estúpido un segundo después de hecha la pregunta.
Él asintió.
Preguntar sobre la muerte a alguien que la vio desde tan cerca no es tan sencillo como suena, uno debe ir con cuidado por ciertas zonas de la psicología humana ajena, más por respeto que por cualquier otra cosa. La mente comprime sabiamente algunos sucesos vividos para poder hacer la vida un poco más tolerable, descomprimirlos es tonto o masoquista, o ambas cosas.
No era la primera vez que Ángel me relataba su historia en la guerra, lo había hecho ya varias veces, quizá porque yo soy el único visitante que habla con él además del gordinflón de barba negra y grasienta que le cobra el alquiler todos los meses, con la diferencia que yo lo escucho y el otro finge hacerlo hasta que tiene los billetes en la mano y se larga. Sin embargo, a pesar de que he oído la misma historia casi una decena de veces, estoy convencido de que el viejo Ángel no cuenta todo, sino que de hecho, cuenta cada vez menos. A Gastón Melo y a Julio Dalma ya los tenía en mi memoria porque los había nombrado cada vez que tocabamos el tema.
─El gordo zafó, pero perdió dos dedos de la mano izquierda con la bayoneta de un inglés. Julio no la pudo contar pobrecito ─Se quedó con la mirada inerte sobre la mesa, pensativo.
Podía imaginarme lo que estaba pensando; estaba seguro de que el viejo Ángel había visto morir a Julio Dalma, porque siempre cuando pasaba por esa parte de la historia su reacción era la misma. Uno puede, sin ser tildado de desalmado o estúpido, presumir que en una guerra los soldados están implicitamente preparados para ver caer a sus compatriotas y amigos en el campo de batalla y estar mentalmente capacitados para acarrear con eso hasta el día de sus propias muertes si sobreviven a la calamitosa lucha; porque la muerte es algo común en una guerra, y no se descubre América al afirmar eso, es algo que sabe todo el mundo. Pero un hombre no es una máquina, y carga consigo sensibilidad, la misma que debe ser suspendida dentro de uno mismo hasta que la desgracia bélica llegue a su fin. La guerra te persigue hasta el epitafio de la tumba, y todo lo que viviste en ella también.
─Veintiún años tenía. Era un poco más chico que vos ─Me miró un segundo conmovido y volvió a llevarse el cigarrillo a los labios ─La puta madre.
─Increíble ─dije, negando con la cabeza, solo por decir algo.
─Desconozco cómo les habrán contado la historia a ustedes en la escuela, pero acá hay una creencia que no sé quién mierda empezó a propagar que dice que para los ingleses todo eso era un trámite y nosotros perdimos fácilmente. Una vil mentira ─volvió a fumar.
Asentí con la cabeza pero no dije nada. Lo que el viejo Ángel decía era totalmente cierto, yo mismo había oído esas afirmaciones antes y entendía que hasta el presente se siguen divulgando en escuelas y hasta en universidades de norte a sur de la Argentina. Generalmente esta afirmación va «respaldada» por razones como que los soldados argentinos eran demasiado jóvenes e inexpertos en contraposición con los de Gran Bretaña, y que el desnivel armamentista fue grotescamente favorable para ellos. No hay que creer a ciegas todo lo que se dice ahí fuera, ni siquiera cuando la mayoría lo hace. En las escuelas se miente mucho.
─No me voy a olvidar nunca de esa noche helada. Los pocos que estábamos despiertos dentro de las bolsas militares jugábamos al truco con los naipes de uno de los soldados, para despejar la mente y engañar al estómago ─bebió lo poco que quedaba de vino y dejó el vaso de chapa a un lado del cenicero ─Teníamos un hambre bestial. Incluso recuerdo que le dije al gordo Berlinesa que sería capaz de comerme las balas como si fuesen caramelos masticables solamente si él lo hacía primero, medio en chiste medio en serio.
Los dos sonreímos, él recordando la escena y yo imaginándola, pero era tan tragicómica que las sonrisas de ambos se desvanecieron apenas dos o tres segundos después.
Echó el cenicero a un lado y comenzó a garabatear con el dedo índice sobre la mesa como si me estuviera explicando una estrategia militar sobre un mapa.
─Nosotros habíamos colocado en algunas zonas minas antipersonales por si los británicos querían atacar por sorpresa, y dimos en la tecla a medias ─fumó un poco y expulsó el humo por la nariz ─A medias porque evidentemente nos quisieron agarrar por sorpresa y uno de los soldados cuando venían al trote pisó justo una de las minas y la detonó, la explosión nos espabiló por completo. Pero las otras minas no se detonaron nunca porque después un oficial nos explicó que el clima frío habría afectado los aparatos e hizo que no funcionen. Creo que estallaron dos nada más, si mal no recuerdo.
─¿Y cuantas plantaron? ─inquirí.
─Si te digo te miento porque yo no las conté, pero escuché que eran más de mil, eso seguro.
─Carajo ─murmuré arqueando las cejas.
─Sí, sí esas minas funcionaban la historia era otra ─meditó y quitó la ceniza del cigarrillo con un golpecito suave de este contra el cenicero ─Pero no funcionaron.
─Y ahí entraron en combate directo.
─Nos olvidamos de todo. Ya no teníamos ni hambre ni sueño ni un carajo de nada. Estábamos disparando sobre lo que podría ser nuestra posible tumba, forzando con el destino y rezandole a Dios para que fuera la de ellos. Suena feo decirlo de esa manera, y sé que muchos, sino la mayoría de los hombres que estuvimos ahí van a disentir con esa observación mía, pero la guerra en resumen es eso, matar aunque no quieras y rezar porque no te maten a vos. O por lo menos eso es la guerra para un soldado que va a batallar al frente, yo no hablo por los sinvergüenzas con traje y corbata que se disputan intereses personales detrás del escritorio y son los principales responsables de las muertes en el frente de batalla. Esos tipos son de lo peor, sacan pecho y llenan de saliva un micrófono gritando boludeces enfrente de miles de personas pero después, cuando las papas queman, son los primeros que se esconden adentro del caparazón como las tortugas. Mandan a otros hombres más valientes que ellos a resolver los problemas.
─No te desvíes de lo importante ─dije risueño.
─Sí, perdón, es que me pongo muy pasional a veces ─contestó esbozando una media sonrisa ─¿Dónde me quedé?
─Pisaron la mina, entraron en combate directo…
─Ah, sí. Cuando quisimos darnos cuenta ya los teníamos de frente a unos metros con las bayonetas en posición de ataque mientras algunos estaban más atrás disparando. A mí no me atacó ninguno cuerpo a cuerpo, pero el gordo Berlinesa se trenzó con un soldado inglés alto y rubio que si no era militar podría haber sido modelo tranquilamente, que lo agarró de sorpresa y le clavó la bayoneta en la mano izquierda; le desprendió dos dedos, meñique y anular. Chorreaba sangre a mansalva, pero el gordo siguió luchando porque la vida estaba en juego. Al final se salvó porque se levantó del suelo primero y llegó a meterle dos tiros en el pecho al británico. Todo eso pasó a menos de cinco metros de donde estaba yo disparando a la oscuridad. No me voy a olvidar nunca.
─¿Y Julio Dalma falleció ahí? ─inquirí rápidamente con total naturalidad.
Ángel me miró confundido.
─¿Cómo sabes el apellido?
-Vos lo dijiste muchas veces.
─¿Ah sí?
─Contaste esta historia muchas veces.
─¿De verdad? ─preguntó sorprendido.
─Muchas ─asentí.
Se quedó pensativo unos segundos en silencio.
─Sí. Su cuerpo está enterrado allá, en el cementerio de Darwin. Pobre Julito, tenía novia.
─¿Te contó?
─Era de lo único que hablaba. Decía todo el tiempo que cuando todo terminase se iba a presentar a hablar con el padre de la piba para formalizar su relación. Eran del norte, de la provincia del Chaco. Él nos había dicho que no lo hizo antes porque el padre tenía cara de loco y fama de más loco todavía, a lo que nosotros le decíamos que si no volvía Dios lo estaba salvando de algún modo. Mirá las cosas horribles con las que hacíamos bromas.
─Terminá la historia antes de que te pierdas.
─Sí. Después el jefe Gutierrez, que era quien tenía comunicación por radio con el resto de los superiores, nos gritó a todos que nos retiraramos lo más rápido posible de la zona porque eran muchos enemigos y en la oscuridad de la noche era un sinsentido seguir combatiendo. Nos gustara o no nos iban a liquidar a todos si cometíamos la estupidez de quedarnos, había que rajar de ahí antes de que eso pase. El jefe Gutierrez corría a mi lado y el gordo Berlinesa unos metros atrás, con la mano herida pegada al abrigo puteando a los ingleses con una pronunciación tan mala que no lo habrán entendido ni ellos ni nosotros. Al jefe Gutierrez le dieron por la espalda y quedó tendido en la tierra, pero no nos dió ni tiempo a reaccionar que nos gritó que siguiéramos corriendo porque éramos muy pendejos para quedarnos ahí «¡corran pendejos, corran!». El mismo tipo que nos había enseñado a manejar un arma a las cachetadas y con insultos en ese momento nos pedía que por favor no paremos de correr. Apenas miré para atrás un segundo cuando estábamos a cincuenta metros más o menos, y lo ví tirado disparando a la oscuridad en la dirección contraria. Mis respetos para él.
Ambos nos quedamos en silencio y yo me levanté de mi asiento, ya debía irme.
─Gracias por su tiempo maestro ─dije apoyando una mano en su hombro dándole una palmada y apuntando a la salida. Sabía que su historia siempre acababa en esa parte.
El viejo Ángel seguía meditando cuando me disponía a salir, y entonces, antes de abrir la puerta, me habló por última vez en la vida.
─Hay cosas que no recuerdo bien, como que esta historia la conté ya varias veces. Sospecho cual puede ser la razón. Pero, amigo querido ─Me miró con aflicción en sus ojos, lo que me resultó chocante ─Las cosas que aún recuerdo son razón suficiente para no querer recordar más.
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