Nunca fui un buen estudiante, lo reconozco; a duras penas acabé la educación obligatoria pues para ser sincero, todas mis preocupaciones de adolescente se reducían a ir de fiesta en fiesta cada fin de semana, algo fácil de hacer en una ciudad como Madrid a principios de los ochenta.

Crecí en el seno de una familia numerosa, donde mi abuelo, que había sido marino mercante, jugó un papel protagonista en nuestras vidas. Enviudó cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, así que se trasladó a vivir con nosotros, lo que supuso un alivio para mis padres, pues les permitió poder dedicarse a sus respectivos trabajos ya que él que nos crió fue él.

En lugar de abuelo le llamábamos Capitán y él nos decía que éramos su tripulación. A mí, como el más pequeño de los hermanos, me apodó Grumete. Recuerdo las cenas alrededor de la mesa, él sentado en la cabecera, contándonos historias de sus maravillosos viajes alrededor del mundo llenos de increíbles aventuras. Mis hermanos y yo lo adorábamos.

Una mañana, regresaba a casa tras una noche de juerga cuando al ir a meter la llave en la puerta, la vecina de al lado, con la cara descompuesta salió a mi encuentro.

— ¡Diego, muchacho!, menos mal que has vuelto. La ambulancia se ha llevado a tu abuelo al hospital hace un rato. ¡Corre hijo, corre, que la cosa parece grave!

Al oír aquellas palabras, la borrachera se me quitó de un plumazo. En aquella época no había móviles y a pesar de que mi mente estaba obtusa en aquel momento, algo me iluminó y acerté a la primera el hospital en el que le habían ingresado. Cuando llegué a la habitación, abrí la puerta despacio, con miedo, esperando un reproche por parte de mis padres y hermanos; sin embargo, solamente encontré miradas de alivio al verme. El abuelo, tumbado en la cama, pálido y lleno de tubos abrió los ojos, me miró y sonriendo estiró su brazo para coger mi mano.

Avergonzado, me arrodille a su lado y pude sentir su fuerza a pesar de la situación tan grave en la que se encontraba. De repente, comenzó a hablarme como si estuviéramos cenando alrededor de la mesa.

—No sufras Grumete, encontrarás tu camino…, —Su respiración era entrecortada, por lo que intenté que no hablara, haciéndole un gesto con las manos, pero él me mandó callar. — ¡Schsss!, escúchame Grumete, —me espetó con firmeza. — ¡Prepárate!, te espera el gran viaje. —Le miré con extrañeza sin comprender qué pretendía decirme. Sonrío. — Sí, un viaje de largo recorrido donde deberás cambiar de rumbo a medida que tu maleta se vaya llenando.

— ¿El gran viaje, abuelo?, —pregunté yo con extrañeza. — ¿A qué maleta te refieres?

La risa le hizo toser.

— ¡Pues claro!, una maleta que a veces se llenará de risas y alegrías, pero otras muchas de tristezas, sinsabores y miedos. —Su nervuda mano apretaba con fuerza la mía. —Deberás luchar y ser fuerte; tal vez encuentres el amor y, si lo cuidas, lo tendrás a tu lado para siempre. — Se detuvo y cogió mi rostro entre sus manos, obligándome a mirarle a los ojos. Yo no podía contener las lágrimas. Su mirada serena, sabía a despedida. Con una fuerza inusitada me dijo. — ¡Sobre todo, nunca olvides que siempre estaré a tu lado y si sabes dónde buscarme, me encontrarás! —Después, cerró los ojos y minutos más tarde se fue.

Las semanas siguientes anduve como loco tratando de encontrar sentido a sus palabras. ¿Emprender el gran viaje? Pero… ¿qué viaje?, ¿cómo?, ¿hacia dónde?

Mi única certeza era que deseaba marcharme cuanto antes y lo más lejos posible, así que, casualidades de la vida o simplemente el destino, un día aterricé en Manila, Filipinas, solo y tan desorientado como siempre, pero seguro de que aquel viaje acababa de comenzar.

Encontré trabajo en un pequeño restaurante español en Intramuros, el centro histórico de la ciudad, donde sin saber bien cómo, a treinta grados y con un 65% de humedad, tenía frente a mí una enorme pila de platos, ollas, paelleras y sartenes que fregar, además de montañas de patatas por pelar.

Así, fueron pasando los días, las semanas y los meses, al cabo de los cuales y a pesar de las manos destrozadas y la pérdida de peso y pelo, estaba por primera vez satisfecho conmigo mismo y empezaba a comprender el significado de la maleta llenándose poco a poco.

Sin embargo, todavía había algo que me atormentaba. En sus últimas palabras, el abuelo me había dicho que estaría siempre a mi lado y que si sabía dónde buscar, lo encontraría. Tal vez se debía a mi incredulidad, pero lo cierto era que a veces olvidaba su cara, sus manos fuertes, su voz firme al hablar, y aquello me producía auténtico pánico.

Una tarde, tras una dura jornada de trabajo, paseaba cabizbajo por la bahía de Manila. En mi interior, solamente nostalgia y tristeza; deseaba dejarlo todo y regresar a casa. De pronto, una extraña brisa con olor a sal me acarició la cara. Levanté la vista sorprendido y contemplé extasiado la puesta de sol más maravillosa que había visto en mi vida…

Han pasado muchos años desde aquello, pero ahora, sé que el Capitán estaba ahí, en aquella puesta de sol y que por fin lo había encontrado. Desde entonces, busco su presencia en la lluvia, en el viento, en el rugir del mar, pero sobre todo en mi corazón.

El pequeño restaurante español es ahora mío. Cada vez que me entra la nostalgia y, ante el estupor de mis empleados, me meto en la cocina y me pongo a fregar platos. Es mi mejor terapia.

Mi viaje no ha terminado aún y mi maleta nunca estará llena del todo. Sin embargo, estoy seguro de que al final del trayecto, tras la última parada, tendré la enorme recompensa de su abrazo y entonces, seguiremos el viaje juntos, él y yo, para siempre.

FIN

Bahía de Manila (Filipinas)

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