Nadie omitiría el hecho de encontrar un error de ortografía en un libro cuyo autor es un renombrado escritor y mi jefe, tirano y déspota, pero mi jefe. Revisado por editores y correctores de estilo; leído por muchos, ungido por la crítica. ¡Sí!, me tocó esa carambola. Faltaba la “H” en “exhortado”.
Lo descubrí un viernes. Pasé el fin de semana imaginando su cara. Que si se lo digo, que si no; tan compleja como la “H”, se hizo mi existencia a partir de ese día. Con todo y caos, una satisfacción sombría me hinchaba el pecho. No sé si eran las ganas de reparar grietas entre un ególatra y una secretaria cuya admiración estaba llegando al peligroso abismo de la sumisión y a una necesidad frenética por satisfacer caprichos de infante, o, si un asomo de venganza empezaba a fecundarse en mí. No lo sé.
No fue sino hasta el jueves que me sentí llena de valor. Me dictó sus cartas, como lo hacía regularmente. La despedida que me había parecido ocurrente la primera vez que la escuché en tono pausado y teatral, ahora tenía un efecto estridente, apretaba mis dientes de manera inconsciente cada vez que me la repetía como una declamación: «Con sentimientos de amistad, consideración y aprecio», lo mismo para amigos y malquerientes que lo adulaban hasta ponerlo al nivel de un iluminado. Creo que sentía hastío por todos, cabalgaba en la superioridad del escritor que se creyó mejor tejiendo palabras, que Aracne telarañas.
Entré a su oficina con el libro.
-Don Gabriel, tengo que decírselo- dije, como queriendo generar algo de zozobra.
-Decirme ¿qué? – respondió, mientras hacía girar una pelotita de goma entre sus dedos y me miraba con ese gesto que nunca supe interpretar. Si era burlón, si era amigable, si era sátiro.
Me llené de valor y con voz suave le dije:
-Hay un error en su libro-
Soltó una carcajada. Respiré. Imaginaba una reacción maniática, como las que acostumbraba. Se puso de pie y trató, con un esfuerzo vano, de acallar la risa. Se acercó y me quitó el libro de las manos. ¡«Exortado», resaltado con un gran círculo verde! Se puso las gafas y su risa empezó a tener interferencias hasta que estuvo totalmente serio. Permanecí inmóvil. Cerró el libro, caminó con él entre sus manos, miró a un lado y al otro. Se me acercó, puso su libro en mis manos, tocó mi cara y me besó. Un beso suave, solo un roce de labios. Retiró su cara, pero seguía con sus ojos puestos en los míos. Me vi en los suyos, y, en un impulso, como si su boca me llamara, acerqué con mi mano su barbilla y lo besé. Un beso profundo, cálido, increíble. No satisfecha con eso, atenacé con mis dientes su labio inferior y lo mordí hasta el dolor, hasta sangrar. Quise comerme su prosa, aspirarle con mi boca sus palabras, su fantasía, su ficción, sus mundos, su Macondo. Hui con la sensación de un beso raro.
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