Quiero confesarme contigo, mi negra, contarte tantas cosas de mí que no sabes. Pero a veces siento que ya es tarde, y la soledad es canija. Te hace enfrentar tus demonios y encararte contigo mismo. Entonces me tomo un tequila para darme fuerzas, pero no logro envalentonarme. Me empino el siguiente, y después uno más, y para cuando me doy cuenta ya estoy llorando. ¡A mi edad! ¿Qué diría mi padre si me viera así? Él, que siempre me dijo que los hombres no deben llorar. Si viera que mis lágrimas se mezclan con el agave, de seguro se avergonzaría de mí, aunque ya qué más da, si de por sí me niega y maldice el momento en que nací.
Prefiero llorar briago que guardarme ese dolor que me carcome por dentro ¡shit!, como dicen los gringos. Al menos si alguien me ve así, pensará que estoy perdido en el alcohol y no que mi alma ya no aguanta guardar tanto secreto. Si uno pudiera vomitar el dolor que lleva dentro como cuando una comida le cae mal, no lo dudaría un segundo. El dolor es canijo, pero el remordimiento es peor. Y cuando de lo que te arrepientes es de no haber actuado mal cuando tuviste la oportunidad de hacerlo sin que nadie te lo reprochara, entonces te das cuenta que la vida no vale nada. Y sin embargo, no puedes dejar de dar gracias al cielo cada día que amanece, pues tienes la esperanza de que este sea el inicio de una nueva vida, pero no es así. Este tipo de milagros no existe, al menos para mí.
Ahora que veo que en lo que te voy contando esto ya se vació la botella de tequila, no sé si ir por otra o de plano quedarme dormido, aunque sé que de hacerlo, todo terminará en la basura “in the garbage”. Y mañana solo será un día más.
Como dicen en el pueblo: “Ya que Dios nos puso en este camino…”, mejor te sigo contando, antes de que la vergüenza me cierre el pico.
Como te decía, quiero confesártelo todo. Por qué dejé el pueblo y me vine para acá “de mojado”, como dicen en el rancho. No es que el dinero no alcanzara, pues siempre he sido bueno para la chamba, y te consta que nunca faltó nada en nuestra mesa, “gracias a Dios”, dirás. Mi trabajo, como director de la escuela rural, nos daba para ir viviendo con decoro. Teníamos un techo bajo el cual dormir y hasta nos dábamos el lujo de echarnos unas memelas los domingos, después de ir a misa toda la familia junta. Y todo para qué, si cuando lo necesité, tu Dios de plano me abandonó. Tanta imagen de la Virgencita de Guadalupe, tanto rosario, tanta estampita de San Judas Tadeo y tanta novena no sirvieron para nada.
Ese día nunca lo podré olvidar. Quisiera tener un borrador mágico que con pasarlo por el calendario desapareciera, como lo hacía con lo escrito en el pizarrón de mi aula, aquellos días en que vagué como zombi en busca de consuelo.
¿Recuerdas que hasta tú me decías que no sabías qué mosquito me había picado? Yo solo te contestaba que era un mal día, y que todo pasaría. Ojalá las cosas fueran así de fáciles.
¿Te acuerdas de la Paquita? Sí, mi ahijada, la hija del compadre Juan, que según dijeron se había fugado con el novio. ¡Tan tierna e inocente que se veía! Ese día, me encontraba yo preparando mi clase en medio del viejo bosque, como acostumbraba hacerlo, cuando la vi venir corriendo hacia mí, con los brazos abiertos como si quisiera abrazarme. Algo raro tenía la chamaca. Parecía como si la hubieran envenenado con hongos, de esos que usan los jóvenes del pueblo para darse sus pases, “un viajecito”, como dicen los mocosos. Se veía tan feliz, que no dudé en darle un abrazo, pero te juro, mi negra, que yo la quería como un padre. Como la hija que nunca pudimos tener, pues aún cuando el cielo nos dio tres varones, siempre me hizo falta la niña. Dicen que las mujeres son muy cariñosas con el papá y los hombres con la mamá. Tú has de saber más de eso. Total que al abrazarnos, restregó su cuerpo contra el mío, y no voy a mentirte, hizo que despertara en mí el instinto salvaje que todo hombre lleva dentro. Ella debió sentirlo, pues se agachó y trató de abrirme la bragueta. Yo reaccioné presto y, tomándola por los hombros la levanté. “¿Pero qué haces, mi niña?” le dije. Ella me miró a los ojos y, sin pronunciar palabra, me rogó que la hiciera mía. Yo no podía hacerlo, tan solo tenía dieciséis primaveras recién cumplidas. ¿Recuerdas lo bien que la pasamos en su fiesta, un par de meses atrás?
Era como mi hija, y el compadre Juan como mi hermano. Traté de alejarla y terminó en la tierra, entre la hojarasca de los viejos robles.
A lo lejos escuché que alguien se aproximaba. Era Guicho, el hijo del alcalde que siempre presumía de ser su novio, y aunque ella nunca lo confirmó, tampoco lo negaba. Nunca entenderé esa manía que tienen los jóvenes de hoy, en especial las chicas “ni te doy el sí, ni dejo que te vayas”. El caso es que el Guicho me dijo; “no se preocupe, profe, yo me encargo”, y tomándola del brazo, se internaron en el bosque.
Yo me quedé desconcertado, sin saber qué hacer, ni cómo actuar. Cuando reaccioné, ya se habían perdido de mi vista.
Algo me dijo que no era correcto lo que estaba pasando, por lo que decidí seguirlos, caminando apresurado en la misma dirección que ellos. Después de dos kilómetros, logré verlos. Ella se encontraba tirada en el pasto boca arriba, mientras él, agazapado sobre ella, trataba de hacerla suya.
“Por favor, suplicaba, ya te dije que no quiero contigo. Quiero que mi primera vez sea con el profe”, gritaba ella, tratando de librarse del chico. Él, molesto, le contestó: “primero andas de calienta chiles y luego nada de nada”, mientras le daba un puñetazo en la cara. Paquita, la pobre Paquita, alcanzó a morderle la mano. Él, perturbado y adolorido, tomó una piedra y le golpeó la cabeza. Ella ya no reaccionó más. Se quedó inmóvil sin mostrar signo vital alguno.
Perdoname, mi negrita, pero ya no puedo seguirte contando. Hoy no, tal vez otro día que vuelva yo a tomar fuerzas. Además, las lágrimas no me dejan escribir más. Ya no me importa lo que mi padre piense de mí. Ya no me importa lo que nadie piense de mí. Ya no me importa ni siquiera lo que yo mismo piense de mí. Por las mañanas, cuando me miro en el espejo, ya no me reconozco. No sé quién soy ni a qué lugar pertenezco. Si soy del rancho o ya soy de acá. Total, qué más da. Si permití que delante de mí acabaran con mi pequeña, porque sí, ella era para mí la hija que nunca tuve, y un infeliz la mató ante mis ojos y no fui capaz de evitarlo. Quizás sí no me hubiera resistido a sus encantos…
Mejor termino, de una vez por todas, de contarte la historia, antes de que el papel acabe hecho bolas en el bote de basura “going to the garbaje”, como dicen aquí, y como ya ha sucedido muchas veces antes.
“¡NOOOO…!” fue todo lo que alcancé a gritar aquel fatídico día. El Guicho, al escucharme se levantó y corrió hacia mí. Noté que se llevaba la mano derecha, aún chorreando sangre por la mordida, hacia la pantorrilla, extrayendo una daga. La blandió amenazadora frente a mí, pero logré sostener su mano con las dos mías. Exhaló un grito de dolor debido a la herida que en ella tenía. Le arrebaté la daga y la hundí en su abdomen una vez, y otra, y otra más. No sé cuantas veces fueron, pero solo paré cuando mis fuerzas se agotaron por completo.
Nunca en mi vida había descargado tanta furia, ¿y sabes una cosa, mi negra? aún hoy que ya ha pasado tanto tiempo no me arrepiento ni por un segundo de lo que hice. Nadie, jamás, me había hecho tanto daño. Yo terminé con su vida, pero él lo hizo con mi corazón,
Agotado, me senté sobre una piedra a recuperar fuerzas. No me atrevía siquiera a acercarme al cuerpo inerte de mi Paquita.
Esperé que anocheciera, y solo el canto de los grillos, el croar de las ranas y el titular de las luciérnagas, lograron regresarme las fuerzas necesarias para cargar con los dos cuerpos y arrojarlos al viejo pozo ya seco, ¿lo recuerdas? Seguro que sí. Aquel que todos opinaban que debía ser tapado, pues representaba un peligro para quien paseara cerca de él por las noches, pero que nadie se tomaba el trabajo de hacerlo.
Como pude, eché unas piedras y tierra suficiente para tapar los cuerpos y me fui a la casa.
¿Recuerdas el día que llegué, ya de madrugada, con el ropaje sucio y las manos manchadas con una mezcla de tierra y sangre? Te caí con el cuento de que, paseando por el bosque, había estado a punto de caer en el pozo, y temperamental como siempre he sido, empecé a taparlo, arrojando en él tierra y piedras ayudado solo por mis manos.
Al día siguiente, organicé una cuadrilla para que, entre todos, termináramos de rellenar el pozo, quedando encerrado en él mi secreto… junto con mis sueños.
Al notar en el pueblo la ausencia de ambos jóvenes, y sabiendo del juego de amoríos que entre ellos tenían, empezó a correr el rumor de que se habían fugado juntos, dado que el alcalde se encontraba en plena campaña electoral, y no permitía que su único hijo se encontrara en amoríos con la hija de un simple ranchero. Pobrecito de mi compadre Juan. Nunca creyó lo de la fuga. Buscó a su pequeña por cielo, mar y tierra, hasta el último día de su vida. Nunca lo superó.
Lo que pasó después, negra, mi querida negrita, tú bien ya lo sabes. Evítame volver a vivir todo al contártelo.
La única salida que encontré fue venirme para acá, al país del norte, de las grandes esperanzas y del sueño americano. Iniciar de cero y tratar de olvidarlo todo.
Paso el día pizcando algodón desde las cinco de la mañans hasta que las fuerzas me lo permiten. Cuando, por las tardes, termino con las manos cubiertas de sangre por los pinchazos de las espinas, no puedo evitar que los recuerdos de aquel día invadan mi mente.
He hecho todo lo posible por borrar mi pasado. A eso se debe mi “Spanglish”, pues quisiera, incluso, olvidar hasta el idioma que es parte de mis raíces.
El otro día publiqué un escrito en un concurso de escritura sobre “El beso”, y un tal Bonifacio, a quién ni siquiera tengo el gusto de conocer, me dijo: “My coment does’n matter, but your history is not absolutely right…“. Permíteme decirte, querido amigo, que para mí “It does”. Trato de ser sarcástico y algo gracioso, pretendiendo, quizás, borrar el pasado, aunque sé que esto es imposible y caigo en lo ridículo, pero nunca hay que olvidar que no se puede juzgar a nadie hasta no haber recorrido antes una milla en sus zapatos.
Bueno, mi negrita linda, los ojos se me cierran y la segunda botella de tequila pasa ya la mitad. Ojalá ahora que sabes la verdad, logres perdonarme, pues te aseguro que yo, cada día, trato de perdonarme a mí mismo.
Cuida mucho, por favor, a nuestros hijos, y aunque sé que quizás nunca logren entender el porqué su padre cambió su trabajo de brillante educador a ilegal jornalero, ruego porque en sus corazones nunca se apague la pequeña flama del amor que un día encendí en ellos.
Te amo.
PD. Lo de la Kim, no es verdad. Ella es una simple compañera de trabajo con la cual solo intercambio una sonrisa por las mañanas. Tú has sido, y serás, la única mujer en mi vida.
GOD BLESS YOU
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