Las mentiras de sus verdades

Las mentiras de sus verdades

Una noción de permanente equilibrio nos gobierna siempre la mente, en todos los casos por pura costumbre mental adjudicamos ventajas y desventajas en igual medida a cada cosa, del feo queremos creer es poseedor de inteligencia y del bello estimamos que carece de ella, a lo fuerte le achacamos rudeza y a lo débil falta de contundencia, encontramos siempre el modo de equilibrar artificiosamente las dispares características que cada cosa adornan.

Este tramposo razonamiento, tan ilógico como simple brinda una perspectiva que. Aunque engañosa, es cuanto menos optimista, pues en términos de valor nos asegura siempre un mantenimiento gratuito de nuestras condiciones en el mercado humano, sin en algo disminuimos en otra cosa aumentamos, “por qué mucho trabajo poco ejército”, “porque mucho pienso poco hago”, “por qué hago mucho pienso poco”.

Tan profundo cala en nosotros esta desdeñable idea que no podemos observar una arruga sin pensar en la sabiduría ni escuchar una queja sin compadecernos de inmediato por la vida ajetreada que la causare. Por eso cuando escucho a mi abuelo, viejo grandote y encorvado, arrastrar su pesadísimo bastón sobre las losas de madera de mi estudio me preparo de inmediato para esgrimir. Con toda la habilidad que he adquirido durante años, el más amplio arsenal de antónimos.

El anciano entra tembloroso, entonces yo imagino su pasada firmeza, mientras saluda con vacilantes palabras yo rememoro una cadencia que probablemente nunca tuvo su tan común voz. Finalmente alcanza mi escritorio y posando sus huesudas manos sobre el se sienta con enorme delicadeza en la silla de enfrente mientras su trajecito nuevo, pero de estilo antiguo, con grandes solapas y tiro muy bajo se arruga aquí y allá sumando nuevos pliegues a la imagen ya saturada de ellos que me brinda su ajado rostro.

Viene como lo hace un par de veces a la semana, a ofrecerme su auto adjudicada sapiencia. Seguro, cada mañana frente al espejo, hace el mismo ejercicio de relación de antónimos que ya antes he explicado, así antes de visitarme se hace a sus propios ojos feo pero agudo, frágil de cuerpo, pero hábil de mente, empieza diciendo, así sin saludo – si me hizo caso, con los que discutimos la vez pasada-, yo para evitar el reproche miento afirmado que todo fue llevado por las sendas de su consejo, sin atreverme a decirle que en realidad su modos de proceder son tan añejos como la muerte misma, y que si hiciese caso a ellos lapidaria nuestra menguante fortuna con más rapidez de lo necesario.

Se le llena entonces el rostro de gozo, y parece que se renueva en los conceptos que tiene de si mismo, ya con más alegría y menos solemnidad relata como hace una cantidad de años similar a mi propia edad había tenido la maravillosa e innovadora idea de entrar en el mundo de la compra de inmuebles. Sin dejar de sugerir sin ninguna sutileza, como la fuerza de unos cuantos paramilitares genocidas, pero ante todo buenos negociadores fue la pieza fundamental de su comienzo como comerciante de viviendas y espacios para construirlas.

Mientras escucho tan deplorable historia por la que debe ser por lo menos la vez 50 hecho una furtiva mirada a la carpeta que sobre una archivadora se encuentra rotulada con el nombre “jurídico”, carpeta en la que reposan cuanto menos 100 reclamaciones de familias campesinas echadas a las malas de sus minúsculas viviendas por otros campesinos armados que a su vez habían sido echados de las suyas por capitalinos egoístas con aires de revolucionarios.

Entonces por el pecho se me va formando un sentimiento de enorme desprecio, y añoro las épocas de bendita ignorancia en las que echado sobre el césped discutía con jóvenes universitarios de mi misma edad sobre las tristes inclemencias por las que debía pasar el pobre pueblo llano, para después proponernos algún “conversatorio” de nombre enrevesado en el que discutir lo de siempre, pero con mayor formalidad y con la perspectiva cobardona pero disfrutable de hacer algo sin hacer nada.

Me digo entonces que es bendito el engaño cuando se encuentra todavía uno en su seno, y allí como es tan espesa su mentira confundimos su miasma con la realidad misma y que desamparo nos embarga cuando una noche de diciembre un agonizante padre nos pone a cargo de un negocio familiar henchido de sangre, a la vez que malgasta sus últimos alientos recomendándonos nunca desoír el consejo de una abuelo que hasta ese momento no había sido más que la voz de fondo nada destacable y si muy superficial que nos regalaba en cada cumpleaños alguna cosilla que brillaría más por su lujo barroco que por cualquier verdadero valor practico o sentimental.

Aun cuando yo perdido estaba en otras ensoñaciones el viejo mezquino no dejaba de regodearse en tergiversadas ideas, sus labios delgados y repelentes se abrían y cerraban inclemente mentes mientras de ellos asoman todo tipo de verdades incompletas -a don augusto, el que vivía por allá arriba junto al nacimiento del rio, me toco mandarlo a convencer, por un par de mechudos, muy amigos de su tío- añadiría unos momentos después que aquellos dos “mechudos” se desaparecieron coincidentemente cuando meses después el ejército respondió una asonada que protagonizaban los paramilitares con un bombardeo a sus campamentos.

De cuando en cuando, me proponía escucharlo verdaderamente sin perderme en mis propios pensamientos, dejando así escapar algún camuflado reproche le soltaba “que coincidencia no”, “preciso, apareció muerto ese día” pero el pobre viejito tan ensimismado respondía a todos ellos simulando mi misma irónica sorpresa, con que fuerzas podías yo entonces odiarlo o recriminarle nada si víctima era también de su propio discurso, eso sí, cada vez se me hace más difícil la tarea de equilibrar sus deplorables características, porque de feo tiene mucho pero de listo no tanto, y medio por descuido admite a veces que mucho de suerte y poco de verdadero merito tiene su aparente fortuna.

A estas alturas mi papel de nieto obediente comienza a desboronares e intento con sugerencias variadísimas apartarlo de mi lado – ¿ya es como hora del almuerzo no? -, – ¿no toca ya la pastilla de la tarde? – pero todo le resbala al anciano que está en los términos de su relato ya muy cerquita de la muerte de mi padre, yo me rehusó a escuchar de nuevo su versión de los hechos, no quiero oír de nuevo como afirma que lo tomaba por sorpresa la presencia de ese matón en la entrada de nuestra casa. Cada vez que alcanza tal punto y su voz toma tonos de mentira recuerdo la noche en la que por pura casualidad tropecé en su habitación con un sobre blanco con trazas rojas en cuyo interior encontré una amenaza de muerte dirigida no en su contra sino en contra de sus familiares, fechada apenas una semana antes del deceso de mi padre.

Acá puedo casi escuchar como la fachada del abuelo se resquebraja, aquí y allá, dejando ver entre las grietas una pobre pero mucho más verdadera existencia, ya no una de fuertes brazos que reman poderosos contra la corriente de la vida eligiendo su destino sino una de débiles extremidades que ha sido siempre arrastrada por la corriente, sin que se le permita nunca mayor decisión que el sí y el no. Privado de todo “porque” y en consecuencia también de toda pregunta sobre sí mismo. Vista así la maldad se relativiza hasta el extremo, pues ya no resulta tan clara su presencia en alguien que verdaderamente no hizo más que consentirla como la fuerza que lo impulsaba sin llegar realmente nunca a alentarla, tal vez fueran de hecho otras las categorías en las que mejor se amoldaría su carácter, cobarde, voluble y simplón serian sin lugar a dudas mejores apelativos.

Sin embargo, a medida que su historia alcanza su culminación no puedo evitar convencerme por la ternura que me inspira su falta de aire y la tristeza de su nostalgia que esto no es nada más que un pasajero desencanto, similar en toda regla al que se siente cuando finalizada la función el actor se libra de sus pretensiones dramáticas y con gesto galante ofrece una venia al público, que lo aplaude alabando su maestría para engañarlos y hacerlos creer otra cosa de sí mismo.

Por qué examinado con detenimiento, es imposible que se llegue a tan grandes alturas en la vida sin poseer nada que lo justifique, siendo no más que una persona con la nada envidiable característica de cerrar los ojos para que las manos hagan sin ser espiadas en sus pecados, ¿cómo la sangre de mi sangre podría alejarse tanto de la general justicia y ser nada más que el receptáculo de características tan deplorables?

¿Puede achacarse todo esto a nada más que una cadena de desafortunadas coincidencias?, pues a fin de cuentas nunca se le ha encontrado culpable de un delito y aun cuando un centenar de familias alcen un dedo en su contra de seguro en el mundo existen más que un centenar de mentirosos porque habría yo de escuchar a estos desconocidos, y no a su vigorosa voz, a su sabiduría trabajada por años de buenas decisiones que se ven hoy se ven cristalizadas en tantísimo bienestar que ha brindado a los suyos. ¿tengo acaso algún derecho para reprocharle la enorme casa de verde patio escoltada por inmensos eucaliptos en la que pase mi infancia, tan solo por cuenta de unas cuantas conjeturas probablemente motivadas tan solo por la frustración de no poder desempeñar con igual habilidad que el mismo la tarea de administrador de su formidable empresa?

Su relato empieza a llegar a término y cuando asoma la palabra que termina todas las conversaciones en mi buena patria –bueno- veo ya con toda claridad la verdad de su vida, la de un hombre que se forjo su camino a pesar de todo. ¿unos cuantos se han creído agraviados por su proceder? que importa eso si al final del día sus manos nunca tocaron el gatillo ni en su garganta se formó el vocablo asesino que ordena la muerte de otro, si la parca se cruzó en su camino fue por puro azar y si mi padre murió fruto de una de estas confusiones el viejo seria doblemente victima ya no solo por perder su prole sino también por ser tan malamente interpretado.

Caído entonces en el conocimiento de que estas reglas universales no existen, ningún hombre esta naturalmente equilibrado en sus perfecciones e imperfecciones, pues existen quienes tienen suertes mayores y entonces Dios, la vida el destino o como quiera llamárselo, los dota de puras cualidades hermosas, mi a abuelo es uno de ellos. Poca falta para que sobre su cabeza se pose la aureola, en cambio yo que vergüenza, dudar de él tan siquiera un instante, sin lugar a dudas cegado de pura envidia, contrariando la incorruptible creencia de la admirable vejez de todos nuestros arrugados viejitos. Qué horror, que vergüenza de mí mismo.

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