La hiel de los celos le teñía todos los sentidos. Podría decirse que le invadían el alma. También la razón. Invocó ferviente cualquier fuerza oscura del deterioro y la destrucción. Fue auxiliada. Cindy llevaba nueve años desde su adolescencia, luchando contra su cuerpo de grandes dimensiones, como la rabia masticada, desde el anochecer aciago cuando intuyó el desenlace de las frecuentes peleas, con el hombre que había pasado de sus sueños a las pesadillas.

Un insecto, común en esta ciudad donde aguaceros y calor se turnan, besó el brazo de Cindy con gran entusiasmo, hasta penetrar su piel a profundidad. Ella lo observó con admiración y no quiso espantarlo. Aguantó la terrible picazón. El visitante envenenado, sin poder alzar el vuelo, cayó lentamente, finiquitado sobre el borde del sillón, donde su heredera tragaba muchas veces saliva amarga, pensando en el primer y único desvelo. Cindy lamió con voracidad la picadura. Siempre pensaba que cuando su redondo cuerpo cambiara, conseguiría una nueva conquista. Sintió un coraje de índole desconocida para ella, y pensó que podría aguantar hambre hasta lograrlo.

Desde ese día se tornó más inquieta. Parecía también como si los ojos le cambiaran levemente de color café a un rojizo tenue. Hacer aseo en su apartamento era cuestión del pasado. Se ubicaba en la ventana a mirar sin ver. Nada le decían las palmas que se movían con la brisa fría, solo de esos días, por encima de los seis arcos móviles de agua, formados por la fuente del parquecito. Tampoco las dunas verdes lejanas, cubiertas con un velo gris, quienes le advertían la amenaza de la lluvia.

Se acostó en su sillón, a esperar el regreso de los rayos del dios de sus antepasados. Ese que jalonaba los turistas hacia el río. A su mente llegó la imagen de sí misma, cediendo un bono alimentario por un mísero billete. Poco le importó, hasta que recordó a su mamá, su padrastro y sus hermanitos. Pasó su brazo izquierdo por ojos y mejillas. El día no regresó en mucho tiempo. Alguno de sus sueños fue con enfermos secretos y otro con un beso frío sin terminar. En el piso, un montón gigantesco de colillas de cigarrillos, más un olor a risas incontrolables, le hacían compañía.

Sus intestinos succionaban todo el torrente de los excesos. Los enviaban al estómago. Recuperó el aroma de la pasión inicial. Lo percibía a varias cuadras de distancia, por donde pasaba el motociclista. Sin embargo, empezaba a resbalarle esa fragancia. A su mente llegaba una imagen de flores de ocobos dibujada en la niñez. Más regurgitaba líquidos sin volverlos a ingerir.

Cuando el mundo vislumbró un poco de libertad, decidió salir de su caverna. Nadie miró ni admiró el cuerpo esquelético de Cindy. Menos aún su cara brujesca. La mujer fatigada, convertida en una anciana joven, sonrió. Caminando despacio, pero, con el mentón hacia arriba, regresó a su acostumbrado lugar. Allí, excretaba por sus poros huevos de larvas, que morían muy rápido, sin conocer el agua.

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