Sonó la campanilla de la puerta y, como una orden marcial, puso a la joven dependienta en posición: alzó la barbilla y mostró su mejor sonrisa.
Mr. Pattinson, el primer cliente del día, aunque él no lo sabía, entró apoyado en su bastón. Observó a la muchacha desde la puerta, y pensó que la pobre sentiría molestias en los músculos de la cara y en el cuello si mantenía esa forzada postura hasta que él lograra llegar hasta ella.
—Good Morning. Can I help you? —le dijo la joven.
—Morning —dijo Mr. Pattinson después de dejar el bastón apoyado a un lado del mostrador—. Llevas poco tiempo en Londres, ¿verdad?
—¿Tanto se me nota el acento vallisoletano?
—La verdad es que sí. Imagino que, además de para ganarte un dinerillo, habrás venido para aprender inglés.
—Lo necesito para mi licenciatura. Si todo va bien, acabaré derecho el año que viene. Quiero ser abogada penalista.
—Ya sé a quién acudir si cometo algún crimen —le dijo con una mirada penetrante—. Tranquila, es broma.
—Eso quiero entender.
—Dime, ¿qué crimen puede hacer alguien como yo?
Mt. Pattinson se separó del mostrador para que le pudiera ver bien, a la vez que ponía una mueca cómica, pero no consiguió el efecto esperado: la muchacha, ni hizo esfuerzo de sonreír.
—Mi madre siempre me dice que no me fíe de nadie.
—Hace bien en aconsejarte de ese modo. Y más si estás en un país que no conoces. Pero no debes preocuparte, aquí somos muy educados.
—Como en cualquier sitio, habrá de todo.
—En eso te doy la razón. —Y le regaló una sonrisa—. Volviendo a lo de tu licenciatura. Yo estudié química, pero de eso hace tanto tiempo que ni me acuerdo. He visto pasar mi vida a través de frágiles tubos de ensayo.
—A mí la química siempre se me dio fatal. —Frunció los labios y añadió—: Por cierto, habla muy bien el castellano. ¿Dónde lo aprendió?
—Mi esposa es de Alicante, y solíamos pasar allí los inviernos. ¿Ya sabes? El tiempo es mucho mejor que el de aquí. —El comentario lo acompañó señalando la niebla que se veía tras las ventanas—. A la gente de mi edad, la humedad se nos mete en los huesos y… Pero no quiero aburrirte con mis achaques.
—La verdad es que este trabajo es bastante tedioso; poca gente suele entrar, o sea que…
—Otro día, quizá, ahora tengo algo de prisa. —Chasqueó la lengua y luego dijo—: Seguro que estarás pensando en cómo puede darse prisa alguien que necesita un bastón para moverse.
—No diga eso. Está usted hecho un chaval.
Mr. Pattinson sonrió. Estaba claro que la dependienta tenía que agradar a cuanto cliente se dejara caer por la tienda.
—Bueno…, ¿y qué es lo que desea?
—Venía a comprar un juego de té, uno baratito. No están las cosas para…
—Me hago cargo. Debe ahorrar para viajar a la playa.
—¡Ya me gustaría! Mi esposa tiene problemas de movilidad, y ya hace años que no pisamos la arena ni tomamos baños de sol.
—Lo siento.
—No lo sientas. Son los gajes del oficio de hacerse mayor.
—Yo prefiero no pensarlo. Mis padres todavía se valen solos.
—¡Qué suerte!
—La verdad es que sí. —Hizo una pausa antes de sugerir—: Creo que tengo justo lo que necesita. Acompáñeme.
La muchacha, más ágil, se le adelantó, lo que aprovechó Mr. Pattinson para echar un vistazo.
A pasos cortos, arrastrando el peso de l, se sumergió entre las muchas estanterías repletas de cachivaches de segunda mano, desde juguetes semi nuevos, pasando por adornos con pequeñas rozaduras, cuadros de diversos tamaños pintados de mil maneras, hasta utensilios de cocina: ollas, platos, vasos, cuberterías; y, ¡cómo no!, juegos de té. Estaban en el país donde tomar el té era todo un ritual y a su hora exacta.
Rodeado de todo aquello, pensó que era allí donde acababa lo que se desecha por sus taras, o por quienes tienen posibilidad de adquirir productos nuevos. Y entre dientes dijo:
—Si todo fuera tan fácil como cambiar de lavadora, o de coche, las cosas serían más fáciles.
La melosa voz de la dependienta le sacó de sus cavilaciones.
—Mire. Este creo que le puede gustar.
Se trataba de una tetera y sus correspondientes tazas y platos, envuelto todo en papel de periódico.
Desenvolvió una taza y se la mostró.
—¿Qué le parece? Este azul cobalto es muy bonito.
—Sí. Creo que a mi mujer le gustará.
—Tiene una pega. Solo tiene cinco tazas. La sexta se habrá roto.
—No es un problema. Creo que solo usaremos dos —dijo con voz apagada a la vez que se metía la mano en el bolsillo y acariciaba el pequeño frasco que guardaba.
El teléfono de la joven dependienta sonó de repente, y Mr. Pattinson, como un niño al que han descubierto ‘in fraganti’, sacó la mano del bolsillo con celeridad a la vez que la cara se le desencajaba.
—Hola, tía, ¿qué tal? —Así comenzó la conversación con quien estuviera al otro lado de la línea–. Pues eso, tía, esto es un rollo; y el tiempo, tía, horroroso. Tengo unas ganas de volver, tía. Es que ni te lo imaginas, tía, tumbarme al sol y eso…
Mr. Pattinson aprovechó la interrupción para comprobar el estado de la tetera.
La tarde que la suya se hizo añicos, tomaba el té, puntual como siempre, con su mujer. Él en una silla, leyendo el periódico, y ella postrada en la cama, intentaban aprovechar la luminosidad que penetraba a través de las cortinas de la habitación, luminosidad que era más bien escasa: el cielo estaba tormentoso, como su matrimonio.
—Tú puedes hacer lo que quieras, pero esto no lo aguanto… ¿Me estás escuchando?
Su mujer calló un momento, y Mr. Pattinson se asomó por encima del periódico antes de volver ocultarse.
—Sí, eso, hazte el sordo. ¡Qué razón tenía mi madre! «Tú no estás hecha para vivir en Inglaterra». Acostumbrada a levantarme con sol, y mírame, más nublada que el tiempo. Así, cómo voy a recuperarme. No puedes llevarme a dar ni un paseo sin llevar el paraguas. Yo, que el único paraguas que he tenido lo utilicé como sombrilla, y aquí se ha convertido en una prolongación de mi brazo. Así se me han quedado los dos, tan tiesos que no puedo moverlos. Pero…, ¿me escuchas?
Mr. Pattinson, al percibir el cambio de tono, miró a su mujer por encima de las gafas.
—Claro que te escucho. Que yo sepa aquí no hay nadie más. Lo que pasa es que pareces un disco rayado.
Dejó el periódico en la mesilla, cogió su taza y le dio un sorbo.
—Lo que no entiendo —prosiguió—, es cómo has aguantado tantos años.
—Eres un pobre ingenuo. Anda, dame un poco de té. Tengo la boca seca.
Cogió la taza, introdujo una pajita y se la acercó a los labios.
—No me ha quedado más remedio que resignarme —dijo su esposa después de sorber—. Si tuviera quien me cuidara, mañana mismo me iría.
—¿Ya estás otra vez?
Sin ningún tacto, su mujer le gritó:
—Sí. ¡Qué pasa!
—Pero, es que…—intentó Mr. Pattinson meter baza sin éxito.
—¡Ni es que, ni es que! Estoy más que harta, ¿entiendes?
—Yo lo que intento es ayudarte en lo que puedo ¿Tan malo es?
—Ayudar, ayudar… Tú lo único que sabes es restregarme cuanto haces por mí.
—¡Es que no vamos a poder tener una conversación como Dios manda! —Esta vez el anciano elevó su voz, tanto que hasta él se sorprendió al escucharse.
—Pero quién te crees que eres para hablarme de esa manera. ¿Dónde están esos modales ingleses?
—Creo que me voy a dar un paseo —dijo azorado mientras se levantaba, con tan mala suerte que al girarse dio un manotazo a la bandeja con la tetera y las dos tazas.
—¿Qué, le gusta? —la voz de la joven le devolvió al presente—. Se lo puedo dejar a buen precio.
Y de nuevo le sonó el móvil.
—Me disculpa otro momentito.
Descolgó y le dio la espalda.
—Jo, tía, se ha cortado. —Escuchó unos segundos y contestó—: ¡Qué va, tía! No hay problema, tengo poco curro. ¿Por dónde iba…? Ah, sí. Pues resulta que va el tío ese y me dice: “Las españolas es que sois muy ardientes…” Lo que me faltaba por oír, tía. ¿Qué se creen que somos unas calentorras y nos vamos con cualquiera?
Mr. Pattinson dejó de prestar atención a la conversación, y su mente le arrastró a la habitación del hospital.
Su mujer, rodeada de máquinas, con tubos que salían de sus brazos, le miraba con gestos inequívocos de preocupación.
—Te he traído el té. ¿Te lo acerco? —la dijo Mr. Pattinson como si le ofreciera la pipa de la paz.
—Déjalo ahí. Ahora no me apetece. Además, no sé si puedo tomarlo.
Mr. Pattinson, bien mandado, puso el vaso de plástico sobre el alféizar de la ventana y se sentó en un sillón.
—¡Vaya susto! Pensé lo peor al verte tirada en el suelo… A quien se le ocurre intentar coger la bandeja al vuelo. ¿Qué te creías, que en tu estado ibas a conseguirlo? Menos mal que solo te has roto la cadera; ah, y también tienes una pequeña fractura en una muñeca.
—La verdad es que no me duele. Más me duele otra cosa.
—No empieces, que sé por dónde vas…
—¿Qué quieres, que me sienta culpable? Pues no lo vas a conseguir. ¡Aquí el único culpable eres tú! —exclamó con la cara roja de ira—. Al final te vas salir con la tuya, y si no al tiempo.
—No sabes lo que dices.
—Lo sé muy bien. O sea que no me vengas ahora con sandeces, que ya nos conocemos. —Después de lanzarle una mirada recriminatoria, añadió—: Por cierto, ¿cuánto tiempo tengo que estar aquí? Lo digo porque las enfermeras parece que quieran ganar el premio a la antipatía. No hay una que se salve.
—Los médicos me han dicho que a lo sumo una semana.
Como algo que empezaba a ser costumbre, la voz de la dependienta le extrajo de sus recuerdos.
—Entonces, ¿se lo queda?
—Esto…—balbuceó, y volvió a acariciar el pequeño frasco de su bolsillo—. Sí, me lo llevo.
—Muy bien —dijo la joven con una sonrisa, esta vez sincera—. ¿Se la envuelvo con papel de regalo?
—Sí, por favor.
Dirección a la puerta, miró de reojo las estanterías. Le llamó la atención una figura de porcelana. Se trataba de una pareja, un hombre con esmoquin y una mujer con un vestido blanco de vuelo que bailaban agarrados. No es que se movieran, era por la postura.
Se detuvo para contemplarlos y se entristeció. Frágiles, como lo fuera su tetera y el frasco que guardaba en el bolsillo, frágiles, como los huesos con el paso de los años, frágilles, como una relación, allí estaban, acumulando polvo sin que nadie se diera cuenta de su existencia.
Ya en la puerta, con el paquete bajo el brazo, miró el cielo.
—Hoy creo que también lloverá.
Apoyado en su bastón, enfrentó la calle. Vio una papelera y hacia ella se dirigió. Después de arrojar el frasco en su interior, con suficiente fuerza como para que se hiciera añicos, miró su reloj y pensó en su mujer. Seguro que estaría preocupada. Pasaban ya15 minutos de la hora del té, y desde que estaban juntos, nunca había llegado tarde a esa cita.
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