El verano se demoraba en ese marzo tardío y volcaba gente a los patios desde muy temprano en la mañana. Debajo de la galería de la casa de los Carranza, Asunta tejía sentada en su sillón de mimbre mientras la muchacha peinaba el cabello castaño y lacio de su nieta María Elisa. La abuela levantó la vista y sonrió. María Elisa no dejaba quieta la cabeza mientras alisaba las tablas de su delantal blanco escolar. La muchacha hacía malabares para que no se le escaparan de entre sus dedos los mechones que iba separando para formar las trenzas.

―Ya va a ser la hora de llevar a María Elisa a la escuela― dijo Asunta. Cuando estaba en la casa del hijo mayor, la nuera le encargaba que supervisara el trabajo de la muchacha: barrer el patio, tender las camas, preparar el desayuno y hacer las compras. Si no se demora, pensó Asunta, la muchacha podría poner las lentejas en remojo porque así se cocinan mejor.

La muchacha terminó una de las trenzas y la sujetó con una bandita elástica en el extremo. Asunta escuchó el silbido y notó que la muchacha su puso tensa. ¿Por qué pasa a esta hora? Si él sabe que la pobre chica está ocupada por las mañanas… El día anterior, la esperaba escondido en el patio cuando salió a tender la ropa. Está muy enamorado, le contó la muchacha, y no puede pasar un día sin verla.

Asunta volvió a levantar la vista del tejido y sorprendió el sonrojo de la muchacha. Ha notado la redondez del vientre y los pechos hinchados. Dieciséis años, pensó. Ella también a los dieciséis: la soledad de una promesa quebrada y un montón de miedos. La familia decidió rápido, antes de que corrieran los chismes, y ella se encontró muy pronto casada con Paulino Carranza, el carpintero, el que suspendía el trajinar de la sierra para mirarla pasar, el callado, el buen hombre que le hizo dos hijos y crio tres. Pero la dejó viuda a los treinta, con una casita de ladrillos sin terminar y el oficio de costurera, que aprendió a la fuerza. De los tres, uno, el del medio, se marchó joven. El mayor le regaló dos nietos: la nena de las trenzas y un varoncito. El cabello de la nieta, muy limpio, se deslizaba entre los recovecos de las trenzas y enmarcaba esa buena cabeza capaz de ingeniarse para hacerse entender sin usar los sonidos que la abuela no puede escuchar.

Cuando llegó el momento de hacer los moños, Asunta le acercó a la muchacha la cinta blanca, blanca como el delantal de Maria Elisa y los escarpines de lana que ha comenzado a tejer. María Elisa corrió a mirarse en el espejo. Volvió sacudiendo sus trenzas y girando para que las dos mujeres la vieran. Después, se despidió de su abuela con un beso y salió de la mano de la muchacha rumbo a la escuela.

***

Santiago entró desde su casa al taller de costura de la sastrería y se acercó a su madre, la tocó en el hombro para llamar su atención y le mostró la tapa de El Hogar que le había traído el canillita muy temprano.

―Llegó esta mañana.

Asunta tomó la revista y la dejó sobre la mesa junto a la tijera, la tiza de marcar tela y el carretel de hilo. Enseguida bajó la mirada para controlar la siguiente puntada de su trabajo.

Santiago volvió a tocarla en el hombro.

― ¿Cuándo empezaste a coser los dobladillos de ese pantalón? ―, le preguntó ayudándose con los movimientos de la mano para hacerse entender.

Asunta se acomodó los lentes, que se le habían deslizado sobre la nariz, y siguió cosiendo.

― ¿Todavía enojada? Te cebo unos mates y se te pasa. ¿Querés?

Asunta no responde.

― Mirame cuando te hablo. Vos me entendés bien cuando me mirás.

Santiago, que conoce a su madre, siguió hablando como si ella pudiera escucharlo. Era inútil

― No podés seguir con eso. Te lo expliqué bien. No puedo ir al club y aguantarme las cargadas… Sabés cómo son los muchachos… ¿Te imaginás si se enteran? Y se van a enterar… Además, es una cuestión de principios. Según ellos soy “el contrera”. Tienen razón. Y no me voy a dar vuelta por unos pesos.

Fue hasta un rincón del taller, puso la pava sobre el calentador, buscó el tarro de la yerba del estante y preparó el mate. Después se sentó frente a su madre y le cebó uno.

Asunta había consumido la hebra de hilo que estaba usando, aseguró la puntada, cortó el hilo con los dientes y dejó el pantalón sobre su falda para volver a enhebrar la aguja.

― Mirá, te voy a pagar de mi bolsillo los arreglos de los pantalones… En mi sastrería los trajes se hacen a medida… Cada cliente es un mundo. Algunos quieren los sacos más entallados, otros los quieren holgados. ¿Y los pantalones? Piden más pinzas debajo de la cintura o que les cubra parte de los zapatos… Lo tuyo son los pantalones, la mejor pantalonera del pueblo… ¿Creés que no valoro todo eso?

La mano de Asunta retomó la costura y los ojos siguieron atentos cada puntada.

― ¿Vos te pensás que soy como tus otros hijos? Uno que se mandó a mudar cuando tenía catorce años y ni siquiera te manda una carta… Y el otro que se casó con una mujer que no te quiere… Dicen que siempre fui tu preferido, eso dicen… ¿Y me venís con todo esto? ¿Ni siquiera me hablás desde hace una semana? Podés dejar de hablarme por un año si se te ocurre, pero a esa asistenta social que mandaron de la comuna para llenarte la cabeza con que podés jubilarte como pantalonera no la quiero ver ni cerca. Si llega a golpear la puerta otra vez, la saco a patadas. ¡Adónde vamos a llegar si jubilan a todo el mundo! Van a gastar todas las reservas del país. Ni diez años de buenas cosechas van a alcanzar.

Asunta aceptó otro mate y lo tomó sin mirarlo.

― Me mata que estés enojada conmigo. Me mata. No me entra en la cabeza que seas tan tozuda, tan terca. Me rompe el corazón.

Santiago salió del taller hacia el salón de venta de la sastrería que daba a la calle. Era hora de abrir. No le gustaba encontrarse con la mirada de algún cliente que protestara porque había abierto unos minutos más tarde. Por suerte no había nadie esperando cuando levantó las persianas.

Asunta salió del taller y buscó en su cuarto un sombrero de paja. En el patio, cortó de la planta tres mandarinas que apenas si comenzaban a madurar. Las puso en un bolso de red, el que usaba para hacer las compras, y con las mandarinas colgando en una mano y su monedero en la otra partió para el cementerio que estaba en las orillas del pueblo, a unas quince cuadras de la sastrería. Mientras caminaba comenzó a conversar con Paulino, a quien visitaba cada vez que se enojaba. Paulino, vivo primero y después muerto, la escuchaba siempre sin interrumpirla.

― ¿Te parece que tiene algún sentido eso? Decir que le da vergüenza que pueda jubilarme como pantalonera. ¿Cuántos años trabajé en el oficio para mantenerlos, yo, una mujer sola? ¿Qué tiene de malo que una señora grande, viuda, y sorda para colmo, pueda cobrar un sueldo del gobierno si hay una ley que dice que puede? No entiendo, Paulino, te juro que no entiendo…

Caminó rápido y, sin darse cuenta, hablaba en voz alta. Un perrito negro y lanudo se le acercó y le hizo fiestas con la cola, se prendió de su pollera y comenzó a tironearla. Asunta lo espantó con aspavientos de la bolsa de las mandarinas, pero el cachorrito era muy persistente. Quería jugar, soltó la tela y comenzó a seguirla intentando mordisquear uno de sus tacones. Asunta apuró el paso, se cruzó de vereda haciendo como que no lo veía. Un carro tirado por un caballo viejo, seguido por cuatro perros flacos, igual de viejos, la obligó a detenerse en la esquina. Bajó la vista. El perrito estaba sentado junto a ella, esperando para cruzar la calle.

― ¿Qué hago, Paulino? ¿Lo dejo que me siga hasta el cementerio? Está limpito y bien cuidado, no es un perro callejero. Lo van a extrañar si se pierde. ¿Me esperás un ratito, Paulino? Voy a ver si encuentro al dueño.

Asunta tomó al cachorrito en brazos y regresó hasta el lugar donde el perrito había comenzado a seguirla. Dos chicos que jugaban en el patio de una casa con un tapial bajo y verja de madera la vieron llegar y salieron a su encuentro. El más grande le tendió los brazos para recibir al perrito. Se escapa siempre, le explicó, y cerró el portoncito para asegurar que el cachorro no volviera a seguirla.

― Igual que en la vida. Dejás una puerta abierta y uno de los cachorros se escapa. Como el hijo que se fue a la ciudad a probar suerte. Tantos años sin noticias de él. Se hizo hombre lejos. Me da miedo que le pase algo malo, con ese carácter arrebatado que tiene…

Al promediar la caminata, sintió que el sol otoñal todavía tenía fuerza y se alegró de llevar puesto su sombrero de paja. Se detuvo junto a la quinta de frutales de Don Agustín. Este año van a dar bien los citrus, pensó.

Cuando tuvo a la vista los cipreses del cementerio se apuró.

―Ya llego, Paulino.

El cementerio estaba siempre abierto por las mañanas. Asunta caminó por las callecitas internas, bordeadas de laureles, crespones y algunos rosales. Dejó atrás la zona de los panteones de mármol con ángeles montados sobre sus frentes ornamentados. Cruzó la zona de los nichos blancos y la de los muertos puestos en tierra. Podría haber estado ciega y entrar y salir sin problemas. Sabía de memoria el recorrido.

Cuando llegó frente a la tumba, señalada con una cruz de madera y una placa con el nombre debajo de la fotografía, se hizo la señal de la cruz a manera de saludo.

Con su pañuelo sacó los restos de polvo que ensuciaban el vidrio combo de la foto y fue a sentarse en el banco de hormigón junto a la tumba. Allí comenzó a pelar las mandarinas.

― ¿Te acordás, Paulino, cuando comíamos mandarinas al sol, a la hora de la siesta? Vos me tocabas la panza y me decías que había comido demasiadas mandarinas. Cómo me hacías reír. Si te hubieras muerto más adelante, me habrían dado una pensión por lo menos. ¡Vos sabés por qué me hice peronista! Porque Perón se acordó de nosotros, los pobres. Por eso. Y no entiendo, te juro que no entiendo, por qué Santiago piensa así. Como si fuera hijo de ricos…

Asunta quedó en silencio mientras comía las mandarinas. Después juntó todas las cáscaras y las llevó hasta el cesto de alambre al final del sendero.

―Hoy estás callado, Paulino. Otras veces siento tu voz, bien adentro mío. Me gustaría que me digas algo lindo, que me hagas reír… Me preocupás, como si cosas malas estuvieran por pasar. ¿Acaso puede pasarme algo peor que tener tres hijos para criar, viuda? Nunca traigo flores, porque sé que no le das importancia a eso, pero si te parece, la próxima vez te traigo unas rosas y te prendo una vela.ntió

Asunta se acercó a la tumba, pasó la mano sobre el vidrio de la foto y, cosa rara en ella, sintió ganas de llorar. Me estoy poniendo vieja, pensó. Después, con el bolso vacío en una mano y el monedero en la otra, se fue siguiendo  el mismo camino por donde había llegado.

(Argentina, 1954)

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