Reflejos de cristal

Reflejos de cristal

J. A. Gómez

11/03/2021

-Cómo pasa el tiempo! -dijo doña Lupita con voz apagada. -Hoy estoy un poquito más estropeada que ayer.

-Sí querida, la vida no se detiene a echar la vista atrás -contestó la mujer sentada frente a ella.

-Aún así creo que esta mañana te ves bien.

Doña Lupita era una mujer, por decirlo así, chapada a la antigua. Una abuela al uso que cualquiera podría imaginarla entre fogones y potajes de buen llenar. Cabello vasto, poblado y níveo, recogido en un laborioso moño cruzado por dos largas agujas de madera. Nariz aguilucha con verruga en la aleta izquierda; ojos verdes penetrantes y piadosos. Frente perlada por gotas de sudor rancio, arrugada por el devenir de las estaciones. Mejillas coloradas, pintadas a capricho sobre un lienzo estropeado, dispuesto sobre el caballete de su rostro. Labios agrietados, mentón afilado, dentadura postiza y grandes orejas engalanadas por dos pendientes bañados en oro.

-Para tener noventa y un años puedo decir, en general, que sí, estoy bien -contestó doña Lupita, esbozando algo similar a una sonrisa.

-Qué tal están tus hijos y tus nietos? -preguntó con naturalidad su partener.

-Están bien -respondió melancólicamente doña Lupita; intentando controlar la incipiente humedad que asomaba al balcón de sus ojos.

-Ayer han estado aquí y el próximo fin de semana volverán.

-Vaya querida amiga, eso es una gran noticia. Los echas mucho de menos verdad?.

-Qué preguntas me haces! -exclamó ligeramente molesta.

He tenido una vida difícil -respiró hondo antes de continuar -he luchado como una leona. Amiga, tú lo sabes tan bien como yo. Mas no me ha importado sacrificarme pues quise dar a mis hijos una vida mejor que la mía -aclaró doña Lupita sin poder retener por más tiempo las lágrimas. Sin permiso comenzaron a descender sus mejillas. Sin embargo desconocía razones habidas o por haber a tan notoria penuria…

-No llores mi vieja amiga, ya verás como todo se arregla.

-Dios te escuche, los extraño mucho. Sobretodo a mis nietos. Son tan lindos y tan buenos; siempre están haciendo diabluras. Lo último fue atarle petardos a la cola de un gato.

-Ah! Por favor Lupita -espetó jocosamente su amiga. -Tus nietos son unos diablillos.

Ciertamente doña Lupita tenía el cielo ganado. Trabajó muchos años en una importante conservera. Se levantaba a las cuatro de la mañana para lavar la ropa en el pilón, sirviéndose de la luz proporcionada por la bombilla de una carpintería ubicada justo al lado. Limpiaba el piso de madera allá en la casa arrodillada, usando como cepillo tres mazorcas desgranadas, unidas con mimbre. Los sábados cargaba los productos del campo en una cesta de cáñamo que portaba con gran habilidad en la cabeza. Caminaba cerca de una hora hasta el mercadillo. Allí vendía sus productos para sacar unas perras extras. Además debía sacar tiempo de donde apenas quedaba para llevar y traer a sus hijos de la escuela, trabajar la tierra y cuidar los animales. Preparar comidas, saludar de pasada a la mañana, ver de refilón a los demás con otra vida y cruzar cuatro palabras, contadas, con sus vecinas de toda la vida. Doña Lupita, la última en acostarse y la primera en levantarse. Así fue la vida de esta heroína que no llevaba capa ni surcaba los cielos persiguiendo el mal.

Habíase quedado viuda demasiado pronto y ello significó duplicar esfuerzos; hacer de padre y madre. Hacer de la vida enseñanza y aprender en cada enseñanza lo difícil a la par que bonito de vivir. Doña Lupita sacrificó su felicidad en pos de brindársela a los suyos. Jamás se hizo la pregunta más terrorífica que alguien puede hacerse:

-He sido buen padre? He sido buena madre?. El mero hecho de lanzarse al vacío sin paracaídas no denota locura sino arrojos suficientes para encontrar algo superior a nuestra propia supervivencia. Y nada es más elevado que engendrar una vida; partiendo de nuestra carne. Así pues fracasar fracasa quien ni siquiera lo ha intentado. No pueden darse respuestas a preguntas que solamente conducen a más preguntas.

-Mis hijos trabajan duro -dijo en voz alta doña Lupita, sentada en una cómoda silla acolchada de  color crema -Lo han visto en casa y saben que nadie regala nada. También sé que son felices en sus matrimonios. No  son adinerados empero no necesitan serlo para disfrutar de las pequeñas cosas de la vida: el simple canto de un pájaro; el transcurrir revoltoso del cauce del río, ver crecer los niños, abrazarse en las gélidas mañanas agazapadas a puertas del invierno, el calor incólume de otro cuerpo, acariciar los primeros pétalos de la primavera, besar por puro deseo de besar, rodar por la vertical de cascadas emocionales, hablar con labios sentidos y sentir a manos llenas. 

Cuando los veo mirarme y cuando yo los veo no necesitamos palabras rebuscadas ni gestos forzados. No hay etiqueta ni protocolo en familias de piel. Sólo ser quienes somos y eso, querida amiga, no es fácil conseguirlo y nosotros lo tenemos.

-Querida, eres muy afortunada -dijo suspirando su amiga, notoriamente emocionada. Después apretó las manos contra las rodillas, fuertemente, y también echó a llorar como una niña a la que le han roto su juguete favorito. Aquellas lágrimas eran la misma mar rompiendo contra el espigón de sus recuerdos. 

Doña Lupita fue la abuela del pueblo y su figura de referencia por antonomasia. Quién no conocía aquella mujer de costumbres espartanas?. Formaba parte de una quinta irrepetible; abuelos y abuelas tintados de forma imprecisa, imágenes sin cabida, atrapados en tiempos caducos. Como si su carne, huesos y sentir no sufrieran de la misma manera. Doña Lupita era así, sabia con sabiduría, anquilosada en penares arcaicos.

-Lupita, no notas algo de fresco? -le preguntó entrecortadamente mientras enjuagaba  sus lágrimas.

Y así era, el ambiente parecía haberse cargado de aire gélido. Quizás la calefacción había se vuelto a estropear. Llevaba así varios días y los técnicos no acababan de solucionar el problema.

Alguien abrió la puerta entornada, las bisagras se quejaron sin demasiada convicción. La luz del corredor penetró tímidamente, alargándose en abanico por el suelo.

Eran dos cuidadoras del centro realizando la ronda diaria. Y al igual que cada mañana aquel ritual de dolor volvió a repetirse. Sí, cada mañana, puntual como el reloj que marca esa hora que no deseamos que llegue. Consecuentemente sobre doña Lupita impactaba un rayo evocador. Surcaba el cielo de sus remembranzas tumultuosas. Después resonaba violentamente para vomitárselos encima. Y sin poder evitarlo recordó, trozos pendientes de ser pegados y pedazos más grandes que esos trozos. Recordó aquellos años trabajando en la conservera. Recordó su matrimonio dichoso al lado de un hombre cabal y generoso que se marchó antes de tiempo. Recordó su fruto en forma de dos hijos y tres nietos y recordó una vida de gozosa esclavitud, empujada por algo más grande que ella misma. Empero ese mismo rayo evocador trajo de vuelta sus peores pesadillas y mostraban, sin censura, la peor cara del destino. Una llamada telefónica de madrugada; un accidente en la carretera y varios cuerpos, sin vida, cubiertos y alineados sobre el asfalto.

Aquel maldito relámpago deslumbró el firmamento dentro de su sesera de tal forma que agitó sus entrañas. Se le aflojó primero la vejiga y a seguir las tripas. Fue como un temblor de tierra, haciéndola pegar un bote en la silla. Relinchó cuan caballo alzado sobre sus cuartos traseros y al otro lado del espejo un pedazo de cristal se empaño.

Doña Lupita entornó los ojos, como necesitando ver más allá de las paredes. Todo parecían ser sombras confusas e indefinidas confabulando en su contra.

Sacó un pañuelo bordado con sus iniciales y con sus manos artríticas limpió el espejo al que hablaba, ubicado frente a ella. Era de esos de pieza completa, enmarcado en madera de cerezo y tallada con motivos florales. La cabecera la formaba una única pieza de roble, unida al conjunto por dos tubillones y cola de carpintero. Sobre la misma un ángel custodio. El pie igualmente en madera, destacaba por ser más ancho, largo y grueso. Gracias a ello se conseguía la suficiente estabilidad.

Frotaba y frotaba como si la vida le fuese en ello. Frotaba hacia arriba y hacia abajo, después en círculos para al rato volver a empezar. La luz del pasillo perfilaba tímida los cantos del espejo, perdiéndose sus reflejos contra la pared del fondo. Era como ver sombras chinescas pero sin gracia alguna.

Cuando doña Lupita consideraba que estaba suficientemente limpio se detenía. Y allí estaba, como cada mañana, el reflejo de su mejor amiga: ella misma!. Ambas contaban las mismas arrugas e idénticas vivencias sepultadas bajo dos metros de recuerdos volátiles. Lloraban por costumbre y por costumbrismo se necesitaban, desesperadamente. Era preciso evacuar el volumen de agua acumulada bajo la presa de sus párpados; presentes ambas en la riada y en la comezón de sus almas. Perturbada por la decrepitud de aquel cuerpo duplicado frente al espejo. Reas de recuerdos que iban y venían a voluntad pero con la contundencia de una manada de elefantes en estampida.

Dónde estaban sus hijos? Y Dónde sus nietos?..

Las dos cuidadoras miraban la una para  la otra con gesto compungido. No articularon palabra alguna así como tampoco pudieron evitar un escalofrío recorriéndoles la espalda, al unísono, como si ellas también fuesen una única entidad. 

Todos los días, con puntualidad británica, el mismo calvario y la misma pesadilla recurrente rasgando cada poro de la envejecida piel de doña Lupita. Las dos amigas pasaban a ser una cuando alguien cubría el espejo empero aquel valle de lágrimas era binario.

Las trabajadoras procuraron serenarse. A fin de cuentas en su trabajo habían visto de todo.

Volvieron arrimar la puerta, cautelosamente, para no perturbar la soledad senil de la anciana, rea de su desgracia. La luz en abanico que hasta ese momento vestía la estancia fue achicándose hasta no ser más que haces de luz pegados al umbral de la puerta. Pronto la iluminación natural de la mañana la sustituiría.

Una suave brisa recorrió el pasillo, parecía venir de una de las ventanas del fondo. Probablemente algún residente habíala abierto para fumar a escondidas y luego había olvidado cerrarla. El nuevo día abríase paso en el mundo exterior, irradiando perpetuo cortejar. Los pájaros trinaban en las ramas, algunos incluso llevaban lombrices en los picos. Las hojas de los árboles se agitaban en el parque, creando imaginativos  claroscuros reflejados sobre el tupido verde. Ladridos de perros evidenciaban su paseo matutino para vaciar vejigas y la algarabía de colegiales  hiperactivos anunciaba la  hora de las clases.

Las cuidadoras se alejaron lentamente por el corredor. Era imposible no escucharla hablar consigo misma:

-Cómo pasa el tiempo! – dijo doña Lupita con voz apagada -hoy estoy un poquito más estropeada que ayer.

-Sí querida, la vida no se detiene a echar la vista atrás -contestó la mujer sentada frente a ella.

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