Me encontré bailando un tango con el abuelo. Su pelo blanco, sus zapatitos lustrados, su pantalón con línea. Pero mas que nada su apostura: siempre derecho, alto y fuerte. Esa noche, yo bailaba feliz, sintiendo su tibieza y su suavidad cuando, de repente, recordé que había muerto. Hacía más de diez años que estaba muerto y me largué a llorar desconsolada. Un llanto indescriptible, una tristeza infinita. Como nunca lo lloré.
Mi abuelo, el Chiche. Tenía los ojos azules; su pelo completamente blanco, peinado con una prolija raya al costado, pasando sobre su cabeza pelada los poquísimos pelos desde un costado (que no duraban en orden más que un momento). Poco tengo del abuelo… los pómulos quizás… la forma de los párpados… algún rasgo de personalidad que ignoro, porque lo conocí tan poco. Tres o cuatro recuerdos. Y, sin embargo, vino a verme.
Alguna vez bailamos tango, en esa época en que yo iba a clases y me creía que podía enseñarle. Él, en cambio, bailaba de milonga. ¿Será que ese recuerdo es más intenso de lo que pensaba? ¿Será por eso?
Era ingeniero, el abuelo, ingeniero civil. Siempre con grandes obras, aunque nunca muy exitoso económicamente hablando, según entiendo. Siempre entre deudas y proyectos fascinantes. Ingeniero, empresario y seguramente muchas cosas más. Pero yo lo recuerdo actor. Si actuaba en un elenco, o simplemente asistía a un taller del barrio, no puedo saberlo. Para mi él era Actor, con mayúscula.
Nunca me olvido una charla que tuvimos caminando quién sabe hacia dónde:
-Abuelo, no me gusta el teatro. El teatro es como decir mentiras- íbamos de la mano.
-¿Por qué decís que son mentiras?- me preguntó, haciéndose el ofendido.
-Porque si vos venís y me decís que sos tal o cual persona, me estás mintiendo– lo peleaba yo -porque no sos en verdad eso que decís.
-Si yo actúo que soy otra persona, no miento. Me transformo. Soy esa persona mientras dure mi actuación- me contestó.
Supongo que lo seguí chicaneando, pero no me olvidé de esa respuesta.
Desde que tengo memoria, el Chiche vivió en una quinta que, sin ser ostentosa, era una belleza. En la provincia de Buenos Aires (lejos, muy lejos de mi casa, cientos de kilómetros). Aunque sencilla y bastante antigua, era un paraíso de ciruelas, damascos y duraznos. También granadas, manzanos y eucaliptus. Y al fondo: la avena. Una hectárea de avena, separada por un alambrado, con una tranquera para pasar de una parte a la otra. Y allí lo recuerdo al viejo: ¡saltaba la tranquera para no abrirla! Siempre fuerte. Siempre erguido.
En ese lugar tan bello vivía con Nora. ¡Ay, Nora! La secretaria por la cual “había dejado a mi abuela” (¡horror!). Encima era veinticinco años más joven (Imperdonable). Psicóloga (Peor. Seguro era experta en manipulación de ancianos). Pero Chiche la elegía. La casona era rústica. En la enorme cocina amasaba el pan y los fideos. En el salón, en una estantería, coleccionaba videos de cine clásico (fue él quien me mostró a Chaplin por primera vez y ahí fue que vimos “Metrópoli”). Nora, por su lado, trataba de conquistarme: me regalaba ropa, me llevaba a pasear y me enseñó a coser. Pero no había caso. Siempre juzgándolos. Y a pesar de eso, el abuelo me vino a visitar.
Hace algunas semanas, vino de visita un amigo de la infancia de mamá, al que siempre le dijimos Tio Pablo. Le dije algo del Chiche, con mi actitud reprochadora y, de pronto, se puso serio: que para él era como un segundo papá, me dijo. Y agregó: “él era una excelente persona, una de las mejores personas que conocí. Por ejemplo: una vez tuvo una empresa y fundió. Podría haber presentado la quiebra, como hace la mayoría de las personas en ese caso, para no pagar nada a nadie. Él no lo hizo. Trabajó como loco hasta pagar cada deuda. Ése era tu abuelo. No puedo tolerar que se hable mal de él”.
Al parecer, no tenía suerte en los negocios y su economía siempre estaba de justa tirando a escasa. Un año andaba sin auto y mi papá, en ese entonces, tenía dos. Decidieron con mamá prestarle uno, para que tuviera movilidad y que eso lo ayudara también en lo laboral. Vino en colectivo y se fue manejando el Renault 12 blanco. ¡Contento iba!… Nos llamó doce horas después, había fundido el motor. Terminó el viaje en grúa y nunca pudo juntar el dinero para hacerlo arreglar. Años después pudimos traer el auto de regreso pero el abuelo nunca lo pudo aprovechar. Le hubiera sido útil, ya que solía viajar y dirigir construcciones en distintos lugares del país. Todavía hoy, en la familia, todos compramos el aceite marca “Cañuelas”, porque se dice que fue mi abuelo el que diseñó ese molino.
Sospecho que disfrutaba viajar, más allá del trabajo. Sé que amaba la fotografía, capturar los distintos paisajes. Puedo imaginarlo sacando fotos con flash, que era de un sólo uso por aquellos tiempos. La cámara voluminosa, con los objetivos que había que cambiar manualmente. Cuentan en mi casa, que llegó a pararse en una alfombra mágica, (que es un inmenso tobogán de chapa, sobre el que la gente se desliza sentada sobre una lona). ¿Y por qué lo hizo? Para sacar una foto desde lo alto. Cayó sentado, con tan mala suerte que se fracturó el “huesito dulce”. No se cuánto tiempo de reposo le habrá costado el chiste.
De él recuerdo que decía “zumo de fruta” cosa que nos causaba tanta gracia (nosotros decíamos simplemente “jugo”). Me acuerdo de que no hablaba, declamaba; que se reía mucho y hablaba poco en serio. Yo decía que era mentiroso. Mentiroso no: fantasioso, me corregía mamá. En algún momento soñó con ser dramaturgo. Yo le mostraba mis cuentos y me prometía que iba a transformarlos en obras de teatro. Hace varios años, leí una obra creada por él, quizás sea la única que escribió.
Éramos cuatro los nietos. El más grande que se hizo ingeniero como el abuelo y heredó su tablero de dibujo; mi hermana mayor, que siempre estuvo atenta, cariñosa y presente; yo, tímida hasta parecer malhumorada y después de mí, la pequeña, chistosa y compradora a más no poder. No fui su nieta favorita ni mucho menos, estoy segura, pero igual vino esa noche.
Lo vi por última vez a los trece. Confiada y egocéntrica, no me apuré por volver a verlo. Falleció cinco años más tarde. Ya estaba yo en la universidad y con la cabeza llena de ocupaciones. Después vinieron los tiempos de formar pareja, de ser mamá, de construir el lugar donde vivir, de mudanzas, de trabajos y cambios de trabajo. No creo haberle dedicado ni un sólo pensamiento en todo ese tiempo.
Me enteré de una historia muy bonita, eso sí, que sucedió en sus últimos años de vida. Hace poquito, le pedí a mi mamá que me le volviera a contar:
El papá del Chiche, José, nacido del otro lado del mar, vino huyendo de las guerras. Aquí en Argentina formó una familia y tuvo dos hijos: Chiche y Bebe. Pero parece ser que mi abuelo siempre sospechó que su papá había dejado familia en Europa. De dónde surge esta sospecha, no hay nada certero. Puede haber sido simple intuición. Incluso él mismo la tomaba como una de sus tantas fantasías. Hasta que, cerca de sus setenta años, encontró confirmación: sonó su teléfono y cuando atendió se desarrolló una conversación que me imagino así:
– ¿Hola?
– Hola. Estoy buscando a los familiares de José (y aquí dijo el apellido), fallecido en tal fecha, enterrado en tal lugar. Me dieron su número como posible pariente cercano.
– Soy el hijo de José. ¿Por qué me busca?
-Porque yo soy la nieta. Vivo en Francia y tengo que viajar a la Argentina el mes que viene. Sabía que tenía familia por allí y los quiero conocer.
Entonces ella le explicó: José había tenido una mujer y con ella una niña, antes de partir. Esa niña tuvo, a su vez, muchos años después, una hija. Ambas viven actualmente en París. Esta sobrina es la que se contactó con mi abuelo.
Poco tiempo después, vino finalmente de visita. Se hicieron, no una, sino dos fiestas, en las cuales conoció a Chiche, a Bebe, a mi mamá y a su hermana la tía Valeria. También conoció a mi hermana, la mayor, y seguramente a más miembros de la familia que ni siquiera yo conozco. Tiempo después pudo venir también esta hermana que había quedado del otro lado del mar. Se intercambiaron fotos, una vida entera por contarse. Imposible siquiera tratar de imaginar algo aproximado al sentimiento que pueden haber tenido dos hermanos que se conocen después de setenta años. La emoción al descubrir los rasgos comunes, comparar las fotos de la infancia y encontrar que eran tan parecidos.
Según dice mi mamá, en esas fotos esta hermana se veía parecida a mí. Por lo que concluyo que tengo con mi abuelo más cromosomas en común de los que reconozco. Así como tengo, por lo visto, mucho más que tres recuerdos suyos.
Esta historia fue realmente intensa, conmocionó a la familia y todavía quedan cientos de preguntas sin contestar. ¿Por qué José dejó una familia en Europa? ¿Qué lo hizo ocultar esto toda su vida? ¿Cómo pudo esta hermana saber de ellos y ellos nada? Y otras del tipo de ¿Y si….?: ¿Cómo hubiera sido la historia de éstos tres hermanos si se hubieran criado juntos?, ¿ y si se hubieran conocido las primas?, ¿y si aunque sea mantuvieran correspondencia?… ¿Y si nunca hubiera atendido esa llamada?
No mucho tiempo después, el abuelo se enfermó.
Parecía algo de rutina, un dolor de espalda, ya iba a pasar. Pero no fue así. Empeoró muy rápidamente. Comenzaron los estudios, las resonancias y las biopsias. Resultado: un cáncer fulminante con metástasis en todo el cuerpo. En ese momento hizo algo que para mí fue una enseñanza de vida: cuando los médicos le dijeron que le quedaba poco tiempo, se volvió a su casa en el campo, a vivir lo más bonito posible el tiempo que le quedara, que no fue mucho. Desde que enfermó hasta que se nos fue, no pasó un año. Quizás por eso no llegué a llorarlo.
Lo hice, a moco tendido, recién en este sueño, cuando vino a saludarme. Cuando nos bailamos un tango. Ya habían pasado más de diez años.
-No, no llores, no llores por mí. Yo estoy muy bien- me decía, sonriendo, y yo largaba más lágrimas todavía. Él me abrazaba.
-Deciles a las chicas que no lloren. Que yo estoy muy bien. Contales que no es tan difícil del otro lado. Deciles, que si uno es mas o menos buena gente, está todo bien- y yo seguía llorando.
“Las chicas”: mi mamá y mi tía, sus dos hijas.
Me desperté bañada en lágrimas y, por supuesto, corrí al teléfono.
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