El beso de JUDAS

El beso de JUDAS

Era ella, sin dudas. La reconocí enseguida. Pese a la peluca rubia con la que ocultaba su pelo negro y los lentes oscuros. Una boina roja, la gabardina beige y los zapatos de tacones altos le daban el aspecto anacrónico de una actriz francesa de los años 50. Se sentó en el banco y sacó de su bolso de cuero el libro.

Era la señal que habíamos acordado.

Yo debía sacar el mío, idéntico, la misma edición, la misma página, para confirmar que todo estaba en orden. Iba a hacerlo, pero la duda me congeló cuando noté que su mirada huía del libro para atisbar con recelo a ambos lados del andén. ¿Temor? ¿Sospecha? ¿Conjeturas? ¿Qué presagio desataba vendavales en su pensamiento? Ella arrancó la página con un gesto abrupto. Vi reflejada en ese gesto la certera desconfianza que le había permitido anticiparse al engaño temido, a la trampa que intuía, a la falsa delación que había adivinado. Se puso de pie altiva y caminó con audacia hacia la salida. Preso de mi cobardía entré en pánico y no atiné a seguirla. Sentí que la vileza de mi complot había fracasado.

Yo, el ingrato, el pérfido, el infame, capaz de traicionar su ingenua participación inocente, había fracasado rotundamente. Ni siquiera había llegado a darle el beso de Judas.

Caminé mascullando mi derrota y no tuve más remedio que asistir a la mirada burlona del policía que me había colocado el micrófono inalámbrico bajo la solapa de mi abrigo. Mi versión se había desmoronado. No había obtenido la confesión que probara su complicidad en la felonía. Todas las pruebas me condenaban. A mí. Solo a mí. Al único autor de aquella estafa, que había abusado de su confianza y su lealtad.

Las esposas apresaron mis muñecas detrás de mi espalda. Bajé la cabeza, derrotado. Caminé hasta el patrullero y subí, como quien asciende deshonrado al patíbulo, ante la mirada acusadora de la multitud. Antes que el vehículo se alejara, la vi.

Ella me miró con desprecio y siguió su camino.

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