De aquí a la eternidad

De aquí a la eternidad

Marian Tobalina

17/02/2021

El sol curtía ya la anciana piel del mundo cuando una pareja se abrió paso entre los juncos de la playa. Las nubes se deshilachaban despacio y las flores que encontraban en las dunas estaban todas cerradas por miedo a la claridad que quema.

Seducidos por la canción de espuma que el mar silbaba, llegaron hasta la orilla y se asomaron a unas rocas pobladas de erizos de espinas ondulantes. Luego ella miró al frente y él bajó los ojos reafirmando el paso. Entre ellos había una gran barrera de coral que llegaba hasta el cielo, pero confiaban en que aquel día la playa desierta les guardara el secreto.

Después de quitarse la ropa, se sentaron de cara al mar para dejarse acariciar por la brisa. Él aprovechó el vaivén de las olas para refrescarle los hombros mientras ella entrecerraba los ojos a la reverberación. Ninguno quería ser el primero en hablar, pero su piel lo hacía por ellos y en voz tan alta que se sentía el aire denso. Cuando se sacudió el pelo que jugaba a pincharle los ojos y a enredársele en las pestañas, él se lo retiró con la punta de los dedos y le pasó el mechón por detrás de la oreja.

En ese instante se levantó y echó a correr hacia el agua; él la siguió, la agarró de un brazo y cuando se giró la besó durante un segundo antes de que se zambullera. Nadó tras ella y la alcanzó de nuevo, esta vez solo para dejarse arrastrar juntos por las olas. Salieron de la mano, riendo al sortear las piedras. Él se dejó caer en la orilla, la atrajo con fuerza hacia sí y se besaron en una cama de espuma. El mar los empujaba uno contra otro, haciéndolos rodar sobre la arena en un abrazo ferviente mientras derribaba un gigantesco muro con imperceptible fragor de tormenta.

La pareja se miró feliz a los ojos, pero en lugar de luz descubrieron en ellos la duda, el miedo, y se apartaron bruscamente. Ahora el océano jaleaba a las gaviotas chillonas, que planearon dibujando su sombra sobre ellos hasta que el viento, enfadado por el rumbo que habían tomado los acontecimientos, agarró los reproches y los enterró en lo más profundo del lecho marino. Ella lloraba diminutas perlas, él se mordía el labio.

Cuando el sol ya estaba a punto de abrasar el horizonte, los amantes se acercaron y se rodearon con sus brazos salados. Un aroma antiguo de algas los animó a fundirse en un abrazo mineral, llevándoselos hasta el amanecer de los tiempos: la suerte estaba echada, pero los dos contaban con la rosa de los vientos que llevaban tatuada junto el corazón para atravesar el difícil mañana.

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