CAPÍTULO I

En el pueblo de Reichenau, Alto Rin, ejerció como profesor en una pequeña escuela. Aquella cocinera, Marianne, lo volvía loco de amor y no dudó ni un solo minuto en acercarse e intimar con ella. Apostaba que la conseguiría, porque sus experiencias hasta el momento así se lo habían demostrado, y ella no iba a ser la excepción. Pero en un principio, para su sorpresa, recibió calabazas. Era cuestión de tiempo, pensó Luis Felipe. Ella no se marcharía de allí, dada su ocupación. Y él debía seguir desempeñando ese encubierto papel de profesor hasta que las circunstancias cambiasen, lo que podría demorarse con seguridad bastantes años. Sus alumnos lo querían. Se veía que tenía un acervo cultural importante y que su novedoso sistema para inculcarles las enseñanzas era muy apropiado. Por eso decidieron, desde la corporación de gobierno correspondiente, que él seguiría encargándose de la educación de esos niños. Y, llegada la hora del almuerzo, Luis Felipe agasajaba día tras día con infinidad de elogios las viandas exquisitamente preparadas por Marianne. Casi no comía la mitad de los días. Tal era su obsesión por ella que dedicaba todo el tiempo a la charla.

Transcurrieron semanas hasta que ella sucumbió a sus encantos. Entonces las permanencias en la escuela tras el cierre del centro se prolongaron por parte de ambos. Uno con la excusa de preparar las clases del día siguiente; la otra porque aún le quedaba la cocina por limpiar y guardar las sobras de pan. Pero ni uno ni otra hacían tales tareas o, al menos, las acababan pronto descuidando su debido esmero. Más bien, unas veces en el propio aula, sobre su gran mesa de profesor despejada de libros y otras en la cocina, poco después de que el último de los ayudantes la abandonara, a regañadientes por dejar a Marianne todo el trabajo, ambos se entregaban a un frenesí amoroso sin límites.

Consecuencia de ello es que unos meses después Marianne mostraba una gran barriga que no lograba disimular su escueto delantal. Los comentarios se generalizaron. A nadie escapaban las andanzas de Luis Felipe con ella y no dudaron un ápice que el padre debía ser él. Poco después, vino el nacimiento del bebé. Como era de esperar, todo se supo y Luis Felipe tuvo que abandonar, muy a su pesar, aquella tarea educativa. No pudo llegar a conocer el devenir de su amada y de su descendiente porque huyó apresuradamente de Reichenau dirigiéndose a Palermo.

Y en suelo francés, en la pequeña villa de Saint-Yrieix-la-Perche, donde en 1808 llegó al mundo, la vida de Antoine de Latour se desarrollaba en un confortable ambiente familiar, salvando la ausencia de su padre, que se encontraba en el frente formando parte del ejército napoleónico empleado a fondo en un último y desesperado intento por hacerse con el territorio español. Su falta hizo que se refugiara en los pocos libros que el padre almacenara, en especial un vetusto ejemplar de L’Encyclopédie de 1772, al que la curiosidad del joven atrajo sin necesidad de forzarlo a su lectura, lo que terminó repercutiendo en unos excelentes resultados escolares. Antoine dedicó muchas horas a su estudio, revisando con interés las teorías filosóficas de d’Alembert, Diderot y Voltaire sobre la naturaleza, como determinante de la actividad del hombre; la felicidad terrena, como objetivo y, el progreso, como medio de alcanzar mejor la felicidad colectiva. Estas ideas se fijaron en su mente de tal forma que no hubo acto posterior que no se sujetara a tales premisas.

Además se dedicaba a diversas tareas domésticas: por las mañanas bien temprano, dar de comer a las gallinas y pollos, recoger los huevos puestos por aquellas y limpiar el gallinero; ordeñar a la única vaca y echarle el pasto amontonado en la parte trasera de la casa y revisar el pequeño huerto por si hubiera alguna hortaliza ya lista para consumir, sin olvidar dejar su cuarto en perfecto estado de revista, tal y como le aconsejara su padre en las escasas ocasiones en que podía visitarles. Las finalizaba rápido para poder llegar a tiempo a la escuela y ver qué parte de lo aprendido en la enciclopedia se le enseñaba allí. Sin embargo, nada de lo visto en aquellas páginas decoloradas por el paso del tiempo, sin casi usar hasta caer en sus manos, les era dictado a los escasos alumnos, lo cual no dejaba de extrañarle dado el carácter de enseñanza general que le suponía el ejemplar enciclopédico, del que comenzó a pensar que estuviera pasado de moda. No por ello renunció a la oportunidad de compartir esos conocimientos con sus compañeros y amigos de aula, los cuales escuchaban con atención todo lo que Antoine les relataba. Comenzaba a germinar en él la vocación por la enseñanza.

Mientras, Napoleón, en su incapacidad por vencer a los ingleses, se propuso arruinar su comercio. Esto requería llegar a Portugal con vistas a bloquear su comercio con los británicos y buscó una alianza con España, el tratado de Fointanebleau. Los españoles, al no reconocer la imposición francesa, crearon Juntas provinciales y locales de defensa que terminarían derivando el poder a una Junta Central Suprema Gubernativa del Reino. La presión de las tropas imperiales provocó que ésta terminara retirándose a Cádiz. Aún así fueron creadas las Cortes Generales y extraordinarias, que celebraron su primera sesión el 24 de septiembre de 1810 en el Teatro Cómico de la Real Isla de León (San Fernando).

Como participante en las mismas se encontraba Francisco Serrano y Cuenca. Dado que, con toda seguridad, habría más sesiones, lo conveniente para poder asistir sin problemas era trasladar su residencia a esa localidad gaditana, lo que determinó el nacimiento de su hijo Francisco Serrano y Domínguez el 17 de diciembre de ese mismo año. Aún se producirían otras dos legislaturas más antes de que las Cortes gaditanas fueran disueltas, sin embargo, la familia permaneció en el mismo lugar incluso tras el periodo absolutista que siguió, quizá por el convencimiento de que, tarde o temprano, las aguas volverían a su cauce o, tal vez porque, a pesar de que su protección a toda su familia estaba garantizada, Francisco Serrano temiera que si volvía a Madrid las cosas ya no serían igual.

Pero los años pasaban sin que la situación cambiara para Francisco Serrano y Cuenca. Destacado en un cuartel, la vida transcurría monótona y tediosa. Había que buscarle pronto un futuro a su hijo y llegó el día en que éste recibió la noticia. Inquieto, preocupado ante la irrefutable decisión de su padre para que fuera a estudiar a aquel prestigioso colegio, muy lejos de su residencia familiar y de sus padres, tenía que hacerlo cambiar de opinión.

Era un cambio importante el que iba a sufrir su vida a partir de entonces. Como le indicara el programa contenido en la carta que le entregó su respetado padre, iba a estudiar latín y lenguas modernas, física experimental ¿en qué diantres consistiría eso? ¡baile! y, además, esgrima y equitación. Esto sí que lo motivaba. La esgrima, su pasión desde pequeño, sus eternas luchas con la espada de madera hecha por él mismo en las que siempre salía vencedor, tal era su pericia frente a sus amigos. Y la equitación, la otra de sus debilidades ¿Qué caballero armado no lucha a lomos de un brioso corcel? Tampoco era menos interesante lo que acontecería después. A esa primera etapa seguirían estudios en comercio así como en economía política. Era incapaz de entrever el hilo conductor que podía haber entre la práctica de la esgrima y la equitación, con la música, el baile o el estudio de economía política, por ejemplo, pero intuyó que, lo más probable, era que en cierto momento se tuviera que decidir por continuar en un determinado sentido, quizás a raíz de sus resultados más positivos.

Miraba a hitos a su padre. Sus movimientos, mientras masticaba del frondoso bigote, que heredaría; su escaso pelo y su roja nariz, inequívoca señal de ser muy aficionado a los vinos, sentado a la cabecera de la mesa donde la noche anterior cenaban en silencio a la luz de las velas, esperando la ocasión propicia de llevar la conversación a ese punto. La criada, sacada de una fonda, joven y de buen ver, que ya provocaba en Francisco el despertar de su sexualidad, de cuando en cuando, hacía su aparición para llevar y traer platos, vasos u otra botella de vino que se hubiera vaciado por su insaciable padre. Éste tan solo hablaba con su madre de asuntos militares de los que él no entendía una sola palabra. Que si el destacamento se está viniendo abajo, que si el teniente de guardia no debería haber sido tan condescendiente con la visita del coronel, que si las faginas se estaban convirtiendo en auténticos manjares… Tenía miedo de abordarlo porque sabía que no eran aprobadas tales interrupciones por un mocoso como él. Esperaría a que acabase del todo la conversación para, siempre a una indicación suya, proceder a comentar “sus” asuntos.

Sin embargo, la cena acabó y se retiró a fumar en pipa sin ofrecer la oportunidad a Francisco de manifestar su pesadumbre. Su ocupación, a partir de esos momentos, consistía en leer el libro Orgullo del joven español que le regalara su padre con la intención de que absorbiera todo su contenido y diera fiel cumplimiento del mismo en su devenir. A riesgo de ser severamente reprendido se atrevió a dirigirle la palabra, convencido de que, en ese estado de relax que a su padre le proporcionaba el fumar, accedería sin reparos a conversar con su hijo del futuro que se le antojaba muy presente.

— Padre— dijo tímidamente —necesito hablar con usted.

— Dime, hijo —mientras soltaba una buena bocanada de humo azulado.

— ¿Cree usted que seré capaz de salir airoso de esta nueva etapa que se abre ante mí?

— Por supuesto que sí, pardiez— palabra que lo identificaba y que no dejaba de mencionar a cada instante. Un vocablo que, aunque en desuso en esos momentos, se resistía a abandonarlo, a que se perdiera de forma definitiva. Cosa que no ocurrió, ya que, a mediados de siglo, experimentaría un acentuado repunte de uso.

— Es que se me hace un mundo…

— Tonterías— le interrumpió, y viendo su atribulado gesto continuó —no solo serás capaz de hacerlo sino que, además, lo harás con honores ¡como corresponde a un Serrano!— y le colocó el brazo por encima de sus hombros en un claro gesto paternal mientras lo acompañaba a su habitación. Ahí acababa la conversación. Sabía que no debía insistir más porque no serviría de nada. Al día siguiente, viajaría en la diligencia hasta Guipúzcoa para ingresar en el Real Seminario de Nobles de Vergara.

Los primeros días fueron realmente largos en esta institución. Una dura adaptación en la que pasaba a ser cuestión primordial el rodearse de fieles compañeros. Sondeando quiénes podrían ser sus amigos, su nueva familia, entre otros, conoció a Miguel de Vereterra y a Félix Alcalá Galiano que, aunque mayores que él cuatro y seis años respectivamente, y próximos a abandonar el seminario, se prestaron a compartir experiencias (y algunos de los artículos de que se dotaba a los alumnos, como pañuelos negros de seda para el cuello, cubiertos y otra serie de complementos que extraviaba o le eran sustraídos) hasta que, llegado el momento ambos le hicieran la promesa mutua de que volverían a encontrarse (con Miguel compartiría, años después, el honor de recibir distinciones de la Orden de Isabel la Católica). Antes de que se diera cuenta completaría su periodo, sorprendido, recordando las palabras de su padre, para ingresar como cadete en el Regimiento de Caballería de Sagunto.


Una, si no la principal, de las aficiones de Antoine de Latour era frecuentar los círculos literarios parisinos. Lejos ya de los tumultuosos tiempos de guerra, en esos ambientes ahora tranquilos y relajados, muchas veces ubicados en cafeterías, envuelto entre los humos de decenas de puros, de las pipas que proliferarían poco después del fallecimiento de Napoleón Bonaparte, y de los primeros y novedosos cigarrillos que hicieron su aparición en Francia, con un murmullo que se elevaba poco a poco hasta llegar a hacerse inaudibles los comentarios de los contertulios, Antoine se curte como escritor y conoce a otros muchos que le adoctrinan en el difícil arte de la creación literaria, en especial, en el ámbito poético. Pero su vida no derivaría plenamente a la escritura. Tendría ocasión de conocer a un noble que le introduciría de pleno derecho en el ámbito del Gobierno. Antonio de Orleans, duque de Montpensier, aún no había nacido.

Cuando María Amelia, su madre, llegó a la isla por segunda vez, melancólica, ojerosa, aparentando mayor edad de sus 26 años, no fue como en la primera ocasión. Tal vez el abandono de Austria, a la que ya se había acostumbrado, fuera lo que hiciera decaer su ánimo o, quizá, la persecución por el implacable Napoleón a su paso por Italia de su amado padre en el exilio, aunque las ansias de conquista de aquel eran muy superiores y, por el momento, los dejó tranquilos. Pero ahora volvían a la corte de Palermo bajo auspicios británicos. A ese lugar agradable, rodeado por unos maravillosos jardines, no dejados de cuidado en todo el periodo en que no fue ocupado por ningún otro noble, que invitaban a la relajación y al disfrute de la naturaleza en buenas compañías…si es que llegaba a conseguir tales, pensaba la infanta. El primero de esos fines lo conseguía por el necesario recogimiento para interiorizar la lectura de su texto favorito, las sagradas escrituras, lo que la llevaba, la mayor parte de las soleadas tardes a hacer un amplio recorrido por ellos. La consecución del segundo fin era un objetivo que recaía de lleno en los objetivos y actuación de su padre, Fernando I de las Dos Sicilias.

Día tras día éste la observaba desde arriba sin ser visto, entreabriendo los visillos de los amplios ventanales de su despacho. Comenzaba a preocuparle, a medida que el tiempo pasaba, el futuro de esta hija, empecinada en absorber todo el conocimiento posible de la religión católica hasta el punto de que la veía ingresando en un convento con los hábitos de monja, lo que trastocaba gravemente sus planes reales para ella. Un viso de desagrado se dejaría ver en su rostro por un hipotético observador cuando por su mente circulaban estos pensamientos. La pretensión era emparejarla con algún noble europeo de los que ya tenía sobradas referencias. Y el mejor candidato con el que hasta entonces podían contar, y que a la sazón se hallaba también en el exilio, justamente en Palermo, era el entonces duque de Orleans, Luis Felipe. Si todo iba bien pudiera ser que, a pesar de las definidas e irrevocables intenciones religiosas, su hija mantuviera finalmente el linaje real apartándose del mundo clerical.

No debían perder tiempo. Quien sabe si, por algún contratiempo, pudiera no aprovecharse la magnífica oportunidad que el destino les brindaba. Se dirigió a su mesa e hizo los preparativos necesarios para que la futura pareja se encontrara dentro de una semana y, de ser viable, surgiera el pretendido romance. Con el falso pretexto de reunir a la más distinguida élite burguesa en una fiesta por la que se celebraría la reciente unión de la anterior de sus hijas, remitió una misiva cordial al verdadero sujeto de interés, el duque que, en su momento, comparecería sin sospechar la urdimbre que se estaba tejiendo en torno suyo para atraparlo.

La semana le pareció durar más tiempo en pasar por la impaciencia que lo atormentaba. Pero llegó el día. La esposa de Fernando estuvo muy atenta durante toda la jornada a que la nueva pareja recién conocida permaneciera, lo más próxima y sin distracciones, el mayor tiempo posible. La tarea no le fue fácil, teniendo en cuenta que debía atender al resto de invitados que no dejaban de acosarla, quizá también con la pretensión de dar a conocer a sus hijos casaderos, de trasladarles las bondades de los suyos para con su hija. Posiblemente más de uno percibiera esas miradas de soslayo vigilantes, las precauciones de una madre muy protectora, cuando la realidad era otra. El fin estaba fijado de antemano y ella procuraba no dejar traslucir sus intenciones. Ya por la noche, al comentar en la alcoba con su esposo todos los cuidados que había puesto en que los dos jóvenes se conocieran y mantuvieran las necesarias conversaciones, estuvieron de acuerdo en que fue todo un éxito y que ya solo cabía esperar la celebración de otros oportunos encuentros para que, definitivamente, la relación se consolidara.

Ambos conocían de la reciente trayectoria de ese duque como profesor en la vecina Suiza, de la indebida descendencia que ya había generado en su relación con una cocinera de la escuela donde ejercía de forma encubierta. Pero esto no era óbice para considerarlo el candidato más perfecto para su hija, dado su abolengo y la posibilidad de convertirse en rey y, con ello, silenciar sus andanza. Al duque, por otro lado, coincidían en ello, no le interesaría que esto trascendiera, por lo que, por ambas partes, mantendrían en secreto la existencia del bastardo.

SINOPSIS

El atentado contra el general español Juan Prim y Prats, el 27de diciembre de 1870, estuvo envuelto en una oscura trama de instigadores, personajes políticos y nobles que, de una u otra forma, y por los intereses comunes que arropaban, procedieron a acabar con su vida a bordo de su berlina verde tras la salida del Parlamento. Investigaciones posteriores no han sido capaces de esclarecer a la fecha presente quiénes llegaron a ser los auténticos verdugos, aunque todo apunta a la figura de José Paúl y Angulo, ni aún a la causa real de la muerte (inicialmente recibió varios disparos de carabinas y/o pistola en el carruaje).

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