La pantalla del celular titiló y envió un mensaje de voz, cargado de confidencias. “Tenés que acordarte de Alejandro, el de rulos rubios que conocí a los quince, cuando iba a visitarte en los veranos. Nos habíamos visto en el colectivo que iba al centro chiquito de la ciudad. Nos encontrábamos en cada esquina, en la vereda de enfrente, en “la vuelta al perro”, tanto que me dijo un piropo torpe: “Te veo hasta en la sopa”. Yo esperaba algo más romántico, pero le salió así y me hizo sonreír. Pensé que era una mosca cargosa que finalmente, luego de tantos giros, se caía en la sopa. Nunca imaginé que ese chico escuálido y de rulos se convertiría en mi gran amor.
Nos hicimos novios desde que no le di ese beso en las escaleritas frente al gran lago y así, caminábamos de la mano todas las tardes, hasta gastar las veredas y terminaron las vacaciones. Vamos a visitarte, como en luna de miel”. Fin del mensaje.
Transitaron muchos caminos siempre paralelos, sin volver a encontrarse. Mucha agua corrió debajo de los puentes, como dice el dicho popular. Y un océano los separó. María la llamábamos, “simplemente María”, como el tango. En diferentes sitios los dos armaron sus vidas que, aunque, dichosas, no terminaban de conformarlos. Un esposo y seis hijos (uno, más quintillizos). Dos esposas y cuatro hijos (dos con cada una). No se dieron cuenta que en la responsabilidad de ser padres, se olvidaron de vivir, mientras la rutina socavaba las fuerzas de la juventud.
-Te busco en Ezeiza – había prometido Alejandro.
Esta tarde los vi y descubrí en el brillo de sus miradas, que el verdadero amor finalmente había llegado. Treinta años después en un aeropuerto, cuando ella decidió volar sobre el gran océano, se dieron ese beso que ella le había negado. Ahora la nombramos Victoria, su segundo nombre. Un amor adolescente que floreció en una primavera precoz; un amor que se renovó en el otoño de sus vidas.
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