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Alicante; junio 2017

Valentina, deseo que no olvides nunca.

Te escribo solo por eso. Esta es una experiencia nueva para mí. Como bien sabes, se me da mejor vender propiedades, hablar con la gente y ejercitar algunas habilidades que tú ya conoces y que no vienen a cuento. Pero tengo que intentarlo. A pesar de mi ineptitud he decidido relatar todo lo sucedido durante aquellas semanas que compartimos para evitar, dentro de lo posible, la repetición de algunos errores que me amargaron la vida.También hay otras razones, por supuesto, pero, como buen animal mediterráneo, me gusta mantener cierto misterio.

Comienzo mi relato desde el mismo viernes en que tú y yo nos conocimos. Fue hace un año ¿recuerdas? En el ambiente ya flotaba ese increíble clima de fiesta que, en Alicante, suele preceder a las Hogueras de San Juan. En la calle, el calor era sofocante. Contra la cristalera que conforma una de las paredes de mi despacho se reflejaba el movimiento de la gente que circulaba por Alfonso X el Sabio como anticipo del fin de semana.

Aquella tarde, estuve a punto de iniciar un lío con mi secretaria. Esto te sonará inconcebible, claro, por lo que hemos comentado muchas veces. Tú conocías la norma de oro de mi padre: «donde se come no se caga, hijo». Esto me lo decía con frecuencia y yo respetaba esa máxima a rajatabla, pero…

Debes recordar a la chica, se llamaba Olga y era amiga íntima de tu novia. Sí, de Cleo. Sé que te extrañará que lo suelte así, a bocajarro, pero resulta que no hemos tenido oportunidad de comentarlo como es debido. De haberlo hecho, habríamos acabado nuestra relación sin cuentas pendientes ni rencores. A mí, a los cincuenta años, ya no había nada que me resultara extraño o que me pareciera inapropiado, pero convendrás conmigo que no es plato de buen gusto eso de que nos alternaras, a ella y a mí, como a la carne y el pescado.

Como te decía, casi me lío con ella.Te lo cuento en pocas palabras: resulta que Olga, tras haber estado varias horas en la notaría, volvió a su mesa de trabajo sin saber que yo había regresado a la agencia. Los viernes, era habitual que no volviese. Pero ese día necesitaba completar los estudios de la operación de Amadeo Quintanilla y regresé para encerrarme a trabajar. Di orden a los vendedores de que nadie me interrumpiese. Tan preocupado estaba por aquel asunto que ni siquiera los petardos que sonaban esporádicos al otro lado de la cristalera lograban apartar mi vista de los planos catastrales. Supongo que Olga, al regresar de la calle, no preguntaría por mí. Sé que ella dedicaba la tarde de los viernes a reubicar los expedientes desordenados durante la semana. Nadie le dijo nada. Así que, al marcharse los demás, comenzó a moverse por la agencia con absoluta libertad.

Cuando entró en mi despacho, su sobresalto fue monumental. Se llevó un susto de muerte. Al verme, abrió la boca y todo cuanto llevaba en las manos se le escurrió al suelo desparramándose como una sábana hasta debajo de mi mesa. «¡¡¿Qué hace usted aquí?!! Chilló, ¿por dónde ha entrado?». Te aseguro que su reacción fue para filmarla. Me pareció tan infantil y deliciosa que solo atiné a contestarle en tono de broma: tenía la expresión de una chiquilla pillada en falta. Desde luego, no di ninguna importancia al hecho de que irrumpiese de aquella forma.

Le contesté con guasa: «Por la puerta, por supuesto; ¿dónde estaba usted?» «¡No me he movido de mi sitio!, respondió muy seria. Creí que no volvería». «Pues alguno de los dos está confundido, dije». Yo me burlaba de su desconcierto, pero ella estaba preocupada de verdad, así que abandoné la broma y dejé mi mesa para acudir en su ayuda.

No tardó ni un minuto en recomponerse. Casi enseguida, mientras estábamos de cuclillas ante aquel caos, pareció recuperar sus maneras habituales porque comentó: «Por favor, don Enrique, disculpe el estropicio. Nadie se molestó en decirme que usted estaba en la agencia». Yo la entendí y creo que le dije: «Me lo imagino, Olga, no se preocupe…». Y eso fue todo. Sin mucho más que comentar, abandonamos el tema, y permanecimos en silencio moviéndonos por el suelo. Estábamos acuclillados y muy próximos.

Aquella situación de extraña camaradería o de complicidad o de como quieras que se llame no pudo menos que inspirarme algunas ideas peregrinas que me apresuré en desechar. Aunque te cueste creerlo, no quería complicaciones. Creo que te consta que soy capaz de hacer muchas más cosas aparte de ganar dinero, pero preferí ser prudente. Aún así, debió adivinar mis reflexiones porque noté que se le aceleraba la respiración. Fingí no darme cuenta.

Cuando nos incorporamos, ella tenía las orejas enrojecidas. «Bueno, aquí no ha pasado nada», dije, esperando que con esto se distendiera el ambiente, pero no fue así. Algo seguía funcionando mal. El aire de la oficina se había enrarecido y mi propio arrebato estaba agazapado en algún rincón. Ella, no hizo comentarios; solo se apartó de mí. Y yo, en un alarde de ese autodominio que a ti tanto te molestaba en nuestra intimidad, volví a mi mesa.

Durante algunos minutos cada cual se dedicó a lo suyo. Todo habría continuado igual si un leve quejido no hubiese llamado mi atención. Entonces la miré. De espaldas a mi mesa, trataba de acomodar las carpetas en lo más alto de una estantería y era evidente que no lo conseguiría. De puntillas, con los gemelos tensos por el esfuerzo, balanceaba con peligro las carpetas por encima de su cabeza.

«¿Necesita ayuda?», le pregunté, y ella dijo: «¡Síiii!, por favor». Sin dudarlo, me acerqué por detrás y sujeté los legajos. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mi estatura la superaba con creces, así que no llegué a rozarla, pero ya digo que aquella era una situación especial: el aroma de su pelo justo debajo de mi cara, el calor de su cuerpo tan próximo al mío, su respiración alterada…

Alicante: junio 2016

Enrique Alarcón

Son las diez y cuarto de la noche.

Desde el puerto, sube una brisa ligera que trae olor a brea y a salitre. Numerosos turistas deambulan por las proximidades de El barrio donde grupos de jóvenes —de todas las edades—, van tomando posiciones en la barra de los bares. El aire parece anticipar un largo fin de semana. Enrique Alarcón sale de su despacho en la avenida de Alfonso X El Sabio y encara la rambla de Méndez Núñez en dirección al mar.

Aún es pronto para meterse en casa.

Ha olvidado ya el incidente con Olga, pero recuerda que lo esperan en el Nic. Como todos los viernes, en el pub de la calle Castaños han de estar sus amigos con un whisky en la mano, pendientes de su llegada. Pero no piensa acudir: la operación de Amadeo Quintanilla lo tiene muy preocupado y prefiere mantener la mente lúcida.

Camina con una mano en el bolsillo.

Es fácil reconocerlo: paso elástico, espaldas anchas, cintura estrecha; pelo negro, crespo, blanqueado en las sienes; ojos grises burlones y un metro noventa de estatura. No puede pasar inadvertido. Viste pantalones beige, polo marrón oscuro y náuticos de cuero crudo hechos a mano.

Al llegar al cruce con la calle San Fernando se detiene.

La incansable puerta giratoria del hotel Gran Sol rueda a sus espaldas. Al frente tiene lo de siempre: una formidable masa humana que deambula ociosa por La Explanada. La multitud no le atrae. A su casa, se llega por la transversal. A pocos metros de la esquina, muy iluminada, distingue la galería de arte de Josefina Martelli; que está de inauguración. Ya no tiene más opciones.

De forma casi mecánica, mira el reloj.

Sabe que pasar por la exposición de la italiana no es solo una alternativa sino un ineludible compromiso. Sucederá lo de siempre: Josefina le endosará uno o dos cuadros firmados por don quien-sea que le costarán quinientos euros.El argumento también será el de costumbre: «Es un artista que promete, caro, y si no le hacemos propaganda, nunca se hará famoso, capisci?». Además, lo obligará a colgarlos en la inmobiliaria. Con todo lo que le ha comprado a lo largo de estos años podría montar su propia exposición.

Vuelve a mirar el reloj y se decide.

Su relación con la galerista tiene más de veinticinco años. Han sido amantes, compañeros de aventuras, confidentes, cómplices en alguna trapisonda que ambos prefieren olvidar y hasta socios en la financiación desastrosa de algún artista prometedor: toda una vida. Hoy los une una amistad sólida y sincera.

La entrada de la galería no está lejos.

La luz que brota por la doble abertura, abierta de par en par, indica que el evento está en todo su apogeo. A cada lado de la entrada, un par de atractivas jovencitas de ojos inmensos y bellas piernas desnudas reparten folletos a los escasos transeúntes que se ponen a su alcance. En cuanto se acerca Enrique, ambas lo miran con descaro y él sonríe. Por la edad, podría ser el padre de cualquiera de las dos o de las dos a un tiempo si se diera el caso. El detalle no parece preocuparles. El agente inmobiliario les guiña un ojo y entra decidido en el local.

Hay más gente de la que esperada.

Detenido en la puerta, echa una mirada circular y piensa que su amiga, a pesar de la edad, sigue siendo una luchadora que se atreve con todo. La crisis no ha logrado doblegarla. Piensa: hay que tener bemoles para mantener abierta una galería de arte con los tiempos que corren.

—¡¡Has venido, caro, sabía que no ibas a fallarme!!

—Hubiera sido la primera vez —contesta Enrique con una sonrisa franca—: en mi agenda estás marcada con rojo.

—¿Estás solo?, me alegro; tengo una sorpresa para ti. —Enrique suelta una carcajada. Acaba de entrar y ya quiere enredarlo.

—¿De qué se trata?Espero que no sea demasiado joven esta vez, ya sabes que se me pasó la edad de cambiar pañales.

Las chicas de la entrada saben que va por ellas y se ríen.

La galerista, sin hacerles caso, lo empuja con suavidad hacia el interior. Es una mujer: enjuta, menuda, de grandes ojos azules que apenas si le supera el codo; parece extravagante y bohemia; tiene el pelo blanco, largo, estirado y atado en la nuca. Irradia simpatía. Enrique se deja guiar sin abandonar la sonrisa.

—Estoy segura de que ésta, te va a gustar.

—¿Es la autora de los cuadros?

—¡¡No!! ¡Esa es Zulema, pero a ti no te interesa!

La reacción de la amiga lo sorprende un poco. Tiene la sensación de haber pisado terreno resbaladizo?

—¿Cuál es entonces? —pregunta.

Quella, ti piace?

El sarmentoso dedo de la mujer señala hacia el fondo de la sala donde una joven alta, sensual y elegante observa una pintura que cuelga de la pared. Desde donde se encuentran, pueden observarla con detenimiento. ¡Claro que le gusta!, tiene un aire a Keira Knightley, la doncella Sabé de Star Wars: el mismo cuello largo, el mismo corte de cara, la misma boca…No alcanza a verle los ojos. Lleva una melena corta, rubia, lisa, con las puntas de adelante algo más largas y peinadas para adentro. Un corte bien elegido, piensa, le alarga la cara.

—¿Quién es?

—Bueno… en realidad no lo sé. La conocí esta noche un rato antes de que tú llegaras, pero ya sabes cómo soy… ahora somos íntimas —. La italiana habla en tono confidencial cubriéndose la boca con el dorso de la mano. Su mirada pícara no deja de observar a la desconocida. Parece muy satisfecha. Enrique se inclina para responder en el mismo tono:

—¿Nunca te dije que estás chiflada?

—Sí, muchas veces, pero ¿te gusta? Dice que vive en Campello en un piso prestado y que no conoce a nadie en la ciudad. Tú te dedicas a eso, ¿no?

—¡¿Me dedico a qué, Josefina?!

—Dime que le vas a dar un buen servicio.

—¡Decidido: tú estás loca!

La galerista se muestra radiante. Pocas veces la ha visto, Enrique, tan entusiasmada con su papel de alcahueta. Ella hace caso omiso a la opinión sobre su estado mental y lo empuja hacia la joven. Le toca un brazo.

—¡Hola, querida! Este es el hombre del que te hablé, ¿recuerdas?

La joven se vuelve con expresión de sorpresa.

Por el gesto, no parece recordar de qué se trata o disimula muy bien. Tiene los ojos marrones, neutros, corteses. Primero, observa a Josefina y luego, dudosa, ambigua, mira a Enrique a los ojos.Su gesto es distante. Con exquisita educación, le tiende la diestra a modo de saludo. Apenas sonríe. Si esto es ser íntimas, piensa Enrique, que venga Dios y lo vea.

Le calcula treinta y cinco años; algo más que de lejos.

Él tampoco sonríe. Los ojos se le han empequeñecido hasta formar dos rendijas desde las que espía las reacciones de la mujer. Se siente en su terreno. Un terreno en el que las miradas y los gestos son capaces de expresar todo lo que las palabras confunden y embarullan. Se estrechan la mano.

—Soy Enrique Alarcón.

—Y yo Valentina Leonard.

Al agente le gusta la forma de presentarse y también su manera de apretar la mano: pone energía. Odia las presentaciones cuando lo que depositan entre sus dedos es una especie de pescado muerto que lo desconcentra. ¡Una mujer interesante!

—¿Eres el que alquila pisos?

La pregunta sorprende a Enrique que cree advertir cierto desdén.

—En efecto, soy el que alquila pisos. Y tú, ¿a qué te dedicas?

—Soy diseñadora; diseñadora de joyas.

—¡Vaya! Siempre tuve curiosidad por saber quién imagina semejantes maravillas. Aunque… veo que tú no llevas ninguna. Es una pena: serías un estupendo reclamo. —Valentina lo mira un instante con precaución; luego sonríe.

—Sí, tienes razón, pero de tanto trabajar con ellas prefiero evitarlas. ¿Es extraño, verdad?

—¿De dónde eres?

—De Valladolid.

—¡Bonita ciudad! Hace algunos años que no paso por allí, pero tengo excelentes recuerdos de tu tierra. ¿Estás haciendo turismo?

—Más o menos. Quiero ver si en la costa hay mercado para mi trabajo. .

—¿Eres amiga de Josefina?

Enrique advierte, reciénahora, que la italiana los ha dejado solos y se encuentra de gran conversación en el otro extremo del local. Valentina desvía los ojos y responde sin mirarle.

—No, acabo de conocerla; me parece deliciosa.

—Y lo es, te lo aseguro. Yo la quiero mucho.

—Sí, me lo dijo. Ella también te aprecia.

—Y tú ¿qué haces aquí? No es normal que, un viernes por la noche, alguien como tú se entretenga en una galería de arte.

—Entré por casualidad: vi la gente y me dejé tentar. ¿Conoces al pintor?

—No, pero no me preocupa saber quién es, sino cuánto me va a costar. Josefina es una gran madrina ¿sabes? Cuando acabe la exposición me convencerá de que es excepcional y acabaré llevándome un par de cuadros por sus narices. —La cara de resignación de Enrique hace reír a Valentina… Su risa es franca y espontánea.

—Con este no te vas a arrepentir, es muy bueno.

—Eso parece. Según Josefina, es una mujer y se llama Zulema… Aunque, te repito, no es lo que más me interesa. Tendré que enterarme de muchas otras cosas antes de pagar.

El tono del diálogo es superficial. Valentina, sin embargo, al oír el nombre de la artista se vuelve sobresaltada y cambia la expresión de la cara. Enrique lo advierte de inmediato.

—¿Qué sucede?

—Nada, no te preocupes. —La respuesta es rápida y poco convincente—. Acabo de recordar algo y necesito marcharme. Tendrás que perdonarme. Por favor, despídeme de Josefina.

—Por supuesto. —Enrique no pierde la calma—, ¿volveremos a vernos?

—¡Sí, claro!, dame tu teléfono; yo te llamaré…

Y sin más explicaciones, mientras él le tiende una tarjeta de la inmobiliaria, ella, con el paso rápido de quien necesita alejarse de un peligro inminente, se dirige a la salida y desaparece en la noche en dirección a la esquina del hotel Gran Sol.


SINOPSIS

A Enrique Alarcón, un próspero y veterano agente inmobiliario, le roban de su domicilio una pequeña fortuna en efectivo. La desaparición del dinero, sin embargo, no puede ser denunciada a causa de su procedencia, pero una muerte violenta provocará la intervención policial.

La gestación del robo, su accidentada ejecución y la vida de los personajes relatados en tiempo real, coincide con un breve romance que vive el protagonista con una joven vallisoletana (Valentina) que a su vez, y de forma inesperada, lo engaña con otra mujer.

Un año después de estos hechos ya rota la relación de la pareja, asumida la pérdida del dinero y esclarecido el crimen, Enrique escribe a su ex un extenso recordatorio de lo sucedido. A lo largo del documento, el protagonista relata los hechos acaecidos antes, durante y después de la ruptura hasta el verdadero desenlace de la obra. El protagonista expone su propia versión de la historia adornándola con sus andanzas donjuanescas y con unas prácticas comerciales de dudosa legalidad. El escrito, aunque pretende ser un relato desapasionado, es, en realidad, la justificación de una revancha que parece desproporcionada.

El carácter de los personajes, sus intenciones y sus movimientos son conocidos desde el principio. La obra es el relato paralelo, en presente y en pasado, de unos hechos que pueden seguirse paso a paso. Las cartas siempre están boca arriba y a la vista. Sin embargo, a pesar de lo evidente y del resultado satisfactorio de las investigaciones, nada parece acabar como está previsto.

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