Lo primero en desaparecer fue su figura. Huyó de mis recuerdos fugazmente, empujada por el caudal de una desmemoria etílica que fluyó irreverente tras aquella noche de enero. Lo siguiente fue su nombre. Una difusa amalgama de letras que, a las pocas horas, fue imposible ordenar para mí. Las vocales cambiaban de sitio, las consonantes se disfrazaban con serifas indescifrables y, poco a poco, cada una de sus grafías fueron desapareciendo hasta dejar un vacío circunvalado por varias sensaciones y reminiscencias delicuescentes. Una de ellas era un olor. Dulce, frutal, ácido, almibarado, melifluo… no lo sé. No recuerdo siquiera si era agradable, ya no.
No tardé en olvidar muchos detalles, pero sí fui capaz de conservar algunos otros que me arropaban en la soledad de las noches de un febrero especialmente frío. Como sus ojos, dos pozos infinitos capaces de albergar un sinfín de emociones. Sin embargo, a estas alturas también han desaparecido de mi mente. Creo recordar que tenían un color claro, pero no sabría decir cuál. Puede que reflejaran el más árido de los desiertos o el más inmaculado de los cielos. Quizá fueran del color de un prado infinito bañado por los rayos de un radiante sol de mediodía, no lo sé. Como tampoco sé cómo era el tacto de su piel: cérea, de aristócrata decimonónica; de un ébano terso y pulcro; como una vía láctea repleta de lunares… Quién sabe. Por un lado anhelo recordar vívidamente ese detalle, por otro pienso que pude haberme alegrado de olvidarlo. Eso es lo emocionante de los olvidos: transforman los hechos en ideas, las certezas en dudas y las respuestas en preguntas.
Pero aunque haya olvidado casi todo, aunque esa chica ya no viva en mi cabeza, hay algo suyo que conservo como musa incombustible: su último beso. Recuerdo estar tumbado en mi cama, exhausto y jadeante, casi dormido. Dos dedos, uno índice y otro corazón, se posaron suavemente sobre mi barbilla. Una leve presión cargada de cariño me hizo girar el cuello sobre la almohada. Ya frente a su rostro, contuve la respiración cuando el colchón reequilibraba nuestros pesos, fundidos en uno solo mientras ella se incorporaba levemente. Entonces posó sus suaves labios sobre los míos. Recuerdo el tacto frío que me hizo sentir que aquel instante iba a durar para siempre. Pero no lo hizo, no duró una eternidad, apenas fue un segundo. La tierna presión sobre mi boca se fue haciendo paulatinamente más liviana hasta que la frialdad de su labio superior abandonó el calor del mío, dejando tras de sí un sabor amargo, a pasión apaciguada, a violencia contenida, a despedida sin reencuentro.
Y en eso se ha convertido aquella misteriosa mujer. Fue un recuerdo laberíntico que he recorrido una y otra vez hasta dejar atrás la mayoría de sus caminos. Ahora, tan cerca de su centro, me aterroriza continuar recordándolo y perderlo para siempre. Tener que despedirme también de lo único que conservo, de ese adiós, de esa pasión, de esos labios, de ese último beso.
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