Sus labios fueron para él, más que una obsesión, un sueño recurrente que lo persiguió a lo largo de su vida. Ahora, por fin, los tenia de frente, a unos pocos centímetros de los suyos.
Lucían jóvenes, juguetones, carnosos, rosados, saludables y provocativos. La miró a los ojos, y ella, pícara, le insinuó que estaba dispuesta. El beso anhelado sería posible.
Él se extasió una vez más, al detallar el pequeño lunar estampado en el lado izquierdo de su rostro perfecto, a escasos centímetros de su boca.
Vibró al mirar de nuevo sus cabellos cortos y alborotados, teñidos de ese color amarillo blanquecino, que provocaba una extraña picazón en las entrañas de quienes lo admiraban en la gran pantalla.
Luego de recorrer el escote que dejaba asomar sus senos virginales, cerró los ojos, puso sus labios en posición y los acercó a los de ella. Por momentos se olvidó de sí, sintiendo que volaba.
Su boca temblorosa no quería despegarse de aquella superficie que se le hacía tierna, aterciopelada, angelical.
Aquel beso lo transportó a su niñez, a su adolescencia a su etapa adulta cuando en la calle, en la escuela, en el parque, en la cama se sumía en dulces pensamientos en los que su boca se fusionaba con la de ella.
Solo una voz ronca, como de mando, logró sacarlo del ensueño. Ruth, la cuidadora del geriátrico, le tocó con dureza su hombro para recordarle que era la hora del almuerzo.
Él explayó los párpados y con rabia apartó de inmediato sus labios de la pantalla del celular inteligente, el que le obsequió su hijo mayor, para evitar que se sintiera solo en esos días de encierro por la prolongada y tediosa pandemia.
Andreína Alcántara
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