Ese año no había llovido mucho, hasta el día del viaje.

Dos lirios, un tulipán, muchos claveles.

Fue en el primer bandazo cuando me di cuenta que el asiento de delante estaba tapizado con flores porque tuve que apoyar la cabeza en él, doblado como un puercoespín para intentar seguir respirando en ese avión que era amarillo, y yo que iba a visitar a mi madre justo ese día, el del temporal y nada más levantar el vuelo todo comenzó a moverse, las chaquetas con las llaves, los pañuelos de seda, todo sobre las cabezas, las botellas de agua y los zapatos rodando en el suelo. Si mirabas por la ventanilla podías ver el mundo de lado, con montañas picudas como cuscurros de pan asomando entre las nubes.

Nadie me daba la mano. Nadie olía a crema suave ni a margaritas. Tenía mi barba rizada de la que podía tirar un poco, nada más.

Se oían los gritos de los demás pasajeros, parecían el eco de los chispazos que atravesaban un cielo verduzco. Volábamos como un barco de papel cayendo por una catarata o eso parecía.

Estaba tan solo.

Pensé en que me gustaría poder oler la hierba una vez más.

Una Dalia, la hortensia. El Cactus.

Los sillones de las otras filas eran de lunares, sosos, y por eso y por lo demás no me sorprendió que una chica, con las pupilas dilatadas como un par de pensamientos negros, se sentara a mi lado y me cogiera las manos justo un segundo antes de que un rayo azotara el ala derecha.

Lo que pasó fue que ella tenía una amapola de tela cosida en una horquilla, cerca de la oreja izquierda y que me dijo que era mágica y que ya desde ese momento no pude dejar de mirarla y estirarme la barba y pensar si sería cierto o no porque mi mente también estaba nublada en medio de los baches y veía los brillos y las puntadas y pensaba ¿por qué no? Quizás da suerte, quizás vale para acabar con una tormenta, quizás es como un pararrayos, quizás sepa como aparcar un avión.

Caímos durante tres minutos hechos una bola, los bordados se nos incrustaran en la frente, jazmín, caléndula, campanilla, petunia, gladiolo. Pero ya no importaba y cuando llegó el momento de paz, sin ruido ni movimiento, me pilló desprevenido.

Porque ella desde el fondo de su alma hacía tiempo que me había salvado.

Cinco violetas, el geranio, las lilas.

Ahí abajo estaba Lisboa.

Podría besarla hasta morir.

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