ASSUNÇÃO

El traqueteo y el tufo del tren le evocan a Assunção. Su reflejo en la ventanilla del vagón le devuelve una sonrisa traviesa que lo sorprende. Piensa en Assunção. No recuerda su rostro, pero sí su olor meloso. No recuerda su cuerpecillo de niña, pero sí la blancura de su piel. No recuerda el bosquejo de su bigote, pero sí la salobridad de su sexo. No recuerda sus marcadas ojeras, pero sí la profundidad de sus ojos que se clavaron en él desde el mismo instante en que entró en el vagón. Eso ocurrió veintitantos años atrás.

El Carlos que ahora se desparrama en la butaca del tren es un cuarentón anodino, alopécico y fondón que no es ni la sombra de lo que fue.

En su juventud hacía girar la cabeza a muchas mujeres y a más de un hombre por su elegancia, su brío y su apostura. Pasaba del metro noventa. El pelo rubicundo y alborotado. Tenía la cara cubierta por una feroz barba rojiza y ojos amarillos de anaconda. Su poderoso aspecto recordaba al del conquistador Francisco de Villagra.

Ahora su mirada se ha apergaminado y se cuelga a menudo en el vacío.

Poco a poco Carlos va abriendo todas y cada una de las celdas y compartimentos secretos de su mente para dar a luz la imagen de Assunçao. Sus manos recuerdan en este momento la hechura de sus prudentes senos e inconscientemente se curvan tomando su forma. Su lengua recupera el sabor salobre de su piel. Sus orejas el calor de su aliento. Su verga la profundidad de su sexo.

Cuando descargó la mochila y entró en el compartimento vio una mujer con el cuerpo de niña. La fue estudiando concienzudamente. El pecho prácticamente plano. Los hombros avergonzados trataban de cubrirlo encorvándose hacia delante. Encima de ellos una mata de pelo asalvajado y opaco campaba a sus anchas. Sus ojeras ahogaban sus ojos. Una sombra de vello negruzco cubría su boca diminuta. Inesperadamente Assumçao pasó la pierna izquierda por encima de las de él y las cubrió con la tela de su falda. La miró asombrado y sonrió. Ella le devolvió la sonrisa exhibiendo unos dientes perfectamente alineados. La lengua se le volvió de esparto. Sus ojos se incendiaron. Sintió una erección que instintivamente ocultó bajo sus manos. El tren se detuvo en Sète. Había oscurecido. Solo ellos se mantenían despiertos. Assumçao se arrodilló entre sus piernas. Sintió como su lengua se enroscaba a la suya. Sintió como su liviano cuerpo escalaba sobre el suyo montándolo como un potro. Sintió la candencia y la humedad de su vagina en la verga. Sintió como le mordió la oreja en su primer espasmo y la lengua en los sucesivos. Sintió lava chorreando por los testículos y las nalgas.


CARLOS

Normalmente viaja en business, pero para ir a Braga desde Zurich no hay vuelo directo y como tiene tiempo y sobre todo no tiene prisa por recomponer su sombrío pasado, optó por viajar en tren. Hace más de veinte años que no ha pisado Portugal.

Entra en el compartimento arrastrando una pequeña maleta de esas que la plebe suele embutir en cabina de los vuelos low cost. Cuelga de su brazo izquierdo un bolso Prada salmón. Del mismo color y de la misma marca son los exclusivos zapatos que enmarcan sus deliciosos pies. Su cuerpo va enfundado en un mono de lino sin mangas de color crudo. Toma asiento y se quita el pañuelo de seda burdeos que le cubre la cabeza. Entre sus senos baila una “A” de oro y rubíes. Va impecablemente peinada con un moño bajo. Su pelo negro brilla cuando el tren sale del túnel. Sus ojos se ciegan por un momento. Suspira profundamente. Sin excesiva curiosidad observa a sus compañeros de cabina. Entre ellos puede ver ensimismado y con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla un señor con un zócalo en la calva y los ojos amarillos.

Al punto piensa en Carlos. Cierra los ojos y recrea su recuerdo.

Lo vio entrar en el compartimento agachando un poco la cabeza. Con aquella barba en llamas y su mirada inquisitiva. Recuerda que en ese viaje, hace veinte años, iba a Zurich, por primera vez, a casarse. Su padre había amañado un matrimonio de conveniencia con un suizo mayor y rico. Ella era virgen. Seguramente por tener poco ánimo de espíritu y por feucha.

Recuerda que solo había un sitio libre en el compartimento y al sentarse frente a ella sus piernas tocaron accidentalmente las suyas. La miraba fijamente con sus ojos ocre. Llevaba unos vaqueros deshilachados y una camiseta de guiri estampada con la torre inclinada de Pisa. Tenía las axilas empapadas en sudor. Olía a feromonas y marihuana. Recuerda ahora con pudor que empezó a sentir la boca reseca y notaba el pulso en los labios apresados entre sus muslos. Empezó a sudar. Veía como Carlos se tapaba la bragueta con sus manos y se pasaba la lengua por los labios. Su mirada empezó a arder.

El tren se paró en Montpellier. Casi era de noche. Algunos viajeros se apearon. Vio como Carlos saltó a su lado y la cubrió con su saco de dormir. Puso la mochila y otros bultos a modo de trinchera para favorecer una escasa intimidad. Los demás pasajeros estaban adormilados o ya profundamente dormidos. Sintió como el cuerpo de Carlos se apretaba contra el suyo. Sintió como su lengua se enroscaba a la suya. Sintió como sus vigorosas manos asidas a sus nalgas la hacían levitar y la colocaban a horcajadas sobre él. Sintió como la vagina le boqueaba e inmediatamente era asfixiada por su verga. Se sumergió en la boca de Carlos para no gritar. Sintió como sus entrañas se licuaban.


CHAMARTÍN

La mayoría de viajeros se apearon en Chamartín pero Carlos no lo hizo. Estaban solos en el compartimento. El sol agonizaba. Sus piernas tocaron deliberadamente las de ella. Sus gargantas se secaron. Sus miradas se fundieron. Comenzaron a arder.

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