ES SOLO UN EPISODIO

ES SOLO UN EPISODIO

Yuliya Turavinina

28/01/2021

Corro. Las lágrimas brotan. Las trato de quitar de mis ardientes mejillas, pero solo logro untar el lodo dejando disformes manchas negras. Tropiezo y pierdo una sandalia. Paro. Retrocedo para levantarla y, de nuevo, mi mirada choca con mi filosa rótula, sucia y sanguinolenta. Expulso un desesperado clamor, un rugido y mis dientes empiezan a castañetear de dolor que parece venir del estómago junto con el gruñido. Vuelvo a correr con la sandalia en la mano. El asfalto está caliente y me quema el pie descalzo. Me molesta, me enoja. De costumbre, como lo he hecho miles de veces, salgo del camino asfaltado para cruzar la calle por la diagonal. Acelero, porque ahora corro sobre el pasto húmedo que alivia mis quemaduras. Pero pronto me arrepiento de esa decisión. Mi pie descalzo pisa algo viscoso y pegajoso, y mi imaginación me pinta un zurullo, un gusano o una cucaracha grande. Las náuseas van por la garganta y resbalan con otro llanto. Pero ya veo el tejado de mi casa y me precipito tratando de no pensar en insectos y olvidando la ortiga. ¡Cómo me he podido olvidar de esa odiosa ortiga, la que plantó mi abuela, con la idea de curar su reuma! La ortiga no tardó en aprovecharse de mi descuido latigueando con sus flébiles tallos mis ya demasiado sufridas piernas, produciendo un insoportable escozor. Me sofoco y gimo. No corro más, cojeo arrastrando la pierna herida. Atravieso el portón, luego el zaguán, paso por la cocina sin decirle nada a mi abuela que igual no me ve, entusiasmada con sus recetas. Voy directo al cuarto de mamá. La veo con el plumero en una mano y con el paño en la otra y… descargo un desconsolado sollozo temblando con todo mi infantilmente esmirriado cuerpo. 

 —¡Dios mío! —exclama mamá, dejando las cosas y apresurándose a recibirme haciendo todas las preguntas juntas—. ¿Qué te pasó? ¿De dónde te caíste? ¡Aguanta, mi alma!

Mientras ella iba y volvía, la cómoda se llenaba de cosas que me aterrorizaban: el algodón, la gasa, el agua oxigenada, las tijeras y el iodo. Mis llantos cesaron dando lugar a un frenético latido de corazón.

—Yo limpio, tú soplas —me dice mamá acercando un pedazo de algodón remojado en agua oxigenada—; uno, dos tres…

Estoy sobre el regazo de mi mamá. Lloriqueo e hipo. Mamá acomoda mi flequillo, humedecido y pegajoso por el sudor y acerca sus labios. Los sé templados, melosos, suaves y tenues sobre mi frente. Y ceja todo. Los olores de la cocina, el incesante piar de los pajarillos, los escasos ladridos de los perros, el susurro del follaje de los árboles del jardín, los zumbidos de las moscas. Me gotea la nariz. Me fastidio, pero no me muevo temiendo interrumpir el silencio. No hay olores, no hay sonidos, no hay movimientos, no hay dolor. No hay nada. Solo el tictac del viejo reloj, mi hipo y el eterno beso de mamá.

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