A él se le pasó el dolor y su fatiga desapareció. Atrás quedó el miedo a morir, la nostalgia que anidaba por las noches. Se diluyó en el aire el terror atronador de los cañones y las sirenas antiaéreas se callaron para no volver a hablar.

A ella se le olvidó el nudo en la garganta al dar su nombre en las oficinas del gobierno. Ya no temblaban sus manos al pasar las hojas de la lista de desaparecidos en combate.

A él se le perdieron en el aire los días de batalla, cada día distintos e igualados todos por la posibilidad de ser el último. El olor a keroseno dejó de martillearle en la cabeza.

A ella se le borraron los recuerdos de la sopa aguada, los agujeros en las suelas y las medias remendadas.

Se abandonaron a aquel beso y por un instante ellos fueron el universo, ya no importaba nada. Anudados el uno al otro en un trenzado infinito, habían vencido al monstruo y estaban vivos. Se abrasaron en ternura, se agolparon en sus labios todas las palabras que no habían podido pronunciar.

Hasta mucho más tarde yo no entendí por qué aquel hombre había llamado a la puerta y mi madre le había dejado pasar, pero quise también uno de aquellos besos que habían hecho pararse al mundo.

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