Levanté la vista y lo descubrí.

Así, tímidamente arrinconado en la última silla de la sala de espera, aguardando distraído con el celular su turno, mirando de vez en cuando por el ventanal, contando quizás los autos que pasaban como para matar el tiempo, ese tiempo que parece que no pasa cuando uno espera…

¿Cuánto llevaba allí? No sé, pero estábamos solos y la somnolencia que parecía envolverlo o alejarlo de todo lo hacía más deseable. Irresistible.

Me acerqué a él suavemente, temiendo espantar su candidez de ojos claros o quebrar la fragilidad de esa tez blanca, lechosa. No me advirtió hasta que me senté a su lado. Y aunque se sorprendió al principio (se ruborizó, enarcó las cejas, tosió azorado y mordió un monosílabo) no opuso mayor resistencia.

Mis manos iniciaron su juego de caricias y cosquillas por los muslos carnosos, por sus caderas apetitosas y firmes, por el pecho tierno que desnudaba de a poco la camisa. Pero estaba asustado o aún sorprendido y no lograba avivar el fuego que lo fundiera en mí. O quizás yo me apresuraba demasiado. Un hambre de varias noches hervía mi sangre y me impulsaba a actuar así, con desesperación casi. Insaciable.

Mi boca buscó voraz y violenta sus labios sabrosos, vírgenes, la piel encendida, las sienes inflamadas de mocedad y deseo, jadeando al unísono. Nuestras lenguas se entrecruzaron al fin en el beso, un beso que se fue abriendo y abriendo y abriendo hasta devorarlo todo.

La secretaria entró justo cuando yo eructaba. Pedí disculpas y escapé casi.

Siempre me pasa lo mismo, pero no me acostumbro a comer despacio.

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