Igual que en ruedo taurino,

se enfrentan toro y torera.

África y España fundidas, corriéndole

entre sus venas,

mientras la lava del Teide reverbera

en mis arterias.

Cargaba la belleza de la mescla de su estirpe y bregando el capote; sorteaba el maleficio de todos cuanto le envidiaban en aquel pueblucho; extraviado entre la espesa marisma cubana; el mismo que cercenaba sus sueños, maniataba sus alas; impidiéndole volar muy alto, para así; brillar como una estrella más del firmamento.

La mayoría de las chicas de su generación, aspiraban tan solo a alcanzar una buena instrucción o a un agraciado guajirito, que le diera un hogar, le llenara muy pronto la panza y la pusiera a cargar con una extensa prole de mocosos.

Pero al provenir de una familia con recursos, quienes pudieron costearle clases de piano y canto, sus sueños eran de mayor vuelo, como aquel de protagonizar en la meca del musical, la historia del legendario primer beso del cine; entre la regordeta May Irwin en el papel de Beattrice Byke y el bigotón John Rice como Billi Bilke y para acentuar aún más ese carácter suyo tan contradictorio, la utopía de lidiarse en el ruedo con un toro bien bravío; al estilo de una de las primeras toreras del siglo XIX, Dolores Sánchez apodada «La Fragosa» quien llevaba y toreaba con una cuadrilla formada solo por hombres.

Yo en cambio era más simple, pichón de isleño, forjado en la férrea conducta de un hogar de emigrados canarios, quienes por su laboriosidad y el gran amor por la vega, supieron ganarse el afecto de los cubanos para nunca ser considerados extranjeros, quienes con total entrega y dedicación facilitaron un rápido florecimiento y desarrollo de las plantaciones tabacaleras, por todo ello, solo asistía a clases en la mañana, para en horas de la tarde poder ayudar al viejo en el laboreo de la tierra.

Y así, diferentes pero a la misma vez indisolublemente interconectados, igual que toro y torera fuimos creciendo, pero aquella fuerza invisible que mágicamente nos atraía al mismo tiempo nos separaba demarcando muy bien las distancias, hasta que recién cumplido sus quince, se me acercó una tarde para plantearme que pronto se marcharía para siempre del pueblo y quería nos encontráramos pasadas las nueve de la noche, detrás de la vieja estación del ferrocarril.

Un toro bravo con lava del Teide reventando sus arterias patea enfurecido el ruedo, hasta que llega «La Fragosa» y como Beattrice Byke y Billi Bilke se funden en un apasionado beso, pero a sabiendas de que como en todo ruedo solo uno salvará la vida. Su afilado estoque adivinando mortalmente mi carme y mi enardecido cuerno clavándose en sus partes más ardientes.

Pasado el tiempo, la vieja estación continúa en pie, pero solo un vejete avanza al ruedo. Carga a cuesta sus 65 y aquella dolorosa cicatriz en su morrillo. No hay toro ni torera; porque a noventa millas su Beattrice Byke continúa fulgurando en el firmamento de Broadway.

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