Ella comía con él y besaba sus pies, los cuales luego ungía con bálsamos costosos. Yo solo la miraba y procuraba contemplarla suspirando y añorando sus humedecidos besos de amor apasionado.

Al bajarlo de la cruz, la tomé entre mis brazos temblorosos y con el eco de mis voces sollozantes. Pasé mi mano por su espalda sudorosa, ella giró y me besó con la mirada.

No recuerdo cuanto tiempo llevaba amándola en silencio. La miraba en esos letargos de oraciones inclementes elevadas al cielo, en ella y junto a ella. Me perdía en esos sus cabellos negros y en esa fama de pecadora pública que aún conservaba esa esencia de perfumes y ese aire de vagabunda que la fe de su pueblo le había colocado como un aviso de enfermedad y de castigo.

La pecadora cruzaba el desierto y repartía besos que sabían a un cielo perdido. Su danzar de mujer era entre esas polvaredas la oportunidad para que yo un discípulo que estaba cercano a su maestro pudiera sentir ese placer casi perverso de irme adhiriendo a su figura que me enternecía y que en las noches me hacía en taciturnos desvelos contemplarla en esa adoración gozosa dirigida al maestro.

Hasta el día que él la levantó del piso. Esa tarde ella sería apedreada por una multitud de hombres que antes se complacían con sus besos. Pero él lo sorteó y ella lo amó, como nunca antes había amado, como en la vida después volvería a amar. El amor ahora para ella sería una libertad que la hacía mujer en medio de los recuerdos de una vida de ramera.

La tarde de la cruz y de la muerte, después de llevarlo al sepulcro la besé sin pudor. Ella me inhibió de un tajo. Le expresé mis sentimientos: ella me increpó con su sonrisa. Una santa no besa dijo. Le dije: una santa no, pero una puta sí.

Me besó la frente. Me quedé mullido y lloré por el eco de mis palabras hasta el día en que la vi elevarse hasta los cielos como un tributo de un amor que no solo se conquistó con besos.

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