Trabajo como psicólogo de animales en un hospital de una sociedad de primates, donde nosotros los chimpancés somos la clase laboral, los orangutanes ejercen la justicia e investigación científica por ser considerados los más inteligentes y de mayor experiencia, mientras que los gorilas son el poder militar que vela por la seguridad de la comunidad.
Cerca de nuestra aldea, en una zona selvática vive una comunidad de humanos con costumbres muy primitivas, son mudos y se comunican entre ellos a través de gestos corporales. Su conducta es instintiva y no asean su cuerpo; son considerados animales por nuestra sociedad. Roban nuestras cosechas, delito por el cual son perseguidos, encarcelados y a veces asesinados por las fuerzas de seguridad.
En una de esas tantas redadas que realizaron los gorilas en las tierras cultivadas, algunos humanos fueron apresados y traídos como prisioneros a nuestra aldea. Ese día me encontraba de guardia y un carcelero se acercó a mí.
—Doctora Zira, hay un prisionero herido que necesita ayuda, — comentó el carcelero.
Al acercarme a la celda observé a un humano con una herida sangrante en el cuello.
—Soldado, lleve a este humano al hospital, —ordené . —Su herida sangra mucho y necesita atención médica.
De inmediato fue trasladado a la sala de emergencia donde el médico realizó la cura correspondiente, mientras yo calmaba el miedo del paciente.
Culminado el tratamiento, el humano fue puesto bajo arresto para ser enjuiciado.
Todos los días iba al campo de concentración donde estaban los prisioneros y observaba la evolución del herido. Desde un comienzo sentí cierta atracción hacia este ser humano y decidí sacarlo de la cárcel, llevarlo al consultorio bajo mi cuidado y responsabilidad. Mi novio Cornelius me acompañaba en las entrevistas con “bonito”, una forma cariñosa de nombrar a mi paciente. Varias horas estuvimos conversando, pero bonito solo respondía con palabras escritas porque la herida no le permitía hablar.
Cornelius leyó el texto escrito por bonito, pero se negó a reconocer su inteligencia, Taylor continuó escribiendo y relató la forma como llegó a nuestro planeta. Yo creí en su versión, pero mi novio se mantuvo incrédulo. A pesar de las referencias que tenía de los humanos: de su ambición de poder, agresividad y capacidad de destrucción de su propia especie, sentía empatía hacia Taylor y decidí ayudarlo.
Taylor fue llevado ante la justicia y acusado de ser una amenaza para la sociedad de primates, porque pertenecía a una raza, que solo se mueven por instintos. Por miedo hacen la guerra y destruyen naciones, luego por amor quieren reparar el daño. No pude convencer al jurado de las bondades del ser humano y Taylor fue condenado a la castración y trepanación de cráneo para extirpar su derecho a voz.
Arriesgando mi vida, lo ayudé a escapar y antes de irse.
—Doctora Zira ¿Puedo darte un beso?, —preguntó Taylor. Un beso por tu lealtad, solidaridad, amistad, pero también de despedida.
Acepté complacida. Fue un beso de cariño, que me llegó al alma y borró de mi pensamiento las mentiras que llevaba conmigo.
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