El choque entre dos colectivos fue importante.

Los heridos más graves fueron derivados al hospital donde trabajo. 

Cuando me dirigía a una de las habitaciones, zigzagueando entre las camillas con pacientes que esperaban ser evaluados, sentí que me tomaban del brazo.

—Por favor doctora, tiene que entregarle algo a mi madre  ─habló un muchacho muy consternado.

─Tranquilo, ─dije. ─¿Cómo te llamas?

—Joaquín, ─murmuró entre lágrimas.

—Bueno, tranquilo, Joaquín, ¿qué quieres que le dé a tu mamá?

Me tomó la mano, la besó en la palma, profundamente, y me la cerró.

—Quiero que le entregue este beso, ─dijo con voz entrecortada.

Y se paralizó el tiempo; un sentimiento de amor sublime me impregnó. Sentí frío y calor al mismo tiempo.

El beso en la mano comenzó a ser como una conjunción sagrada, pidiendo ayuda y protección a su madre.

—Tengo miedo… —balbuceó, mientras cerraba los ojos y su cuerpo comenzaba a convulsionar.

Tomé la camilla y esquivando todo a su paso arremetí con violencia la puerta vaivén de la sala de urgencias, alertando al personal lo inmediato de la atención.

La enfermera le cortó en dos la remera y los médicos comenzaron las prácticas de resucitación.

Mi mano izquierda se había transformado en un cofre cerrado herméticamente.

Busqué sin éxito a la madre del muchacho entre los familiares que habían acudido, informados del accidente por los medios de prensa y  redes sociales.

Joaquín tenía un traumatismo craneoencefálico importante; fui a la terapia intensiva y ahí estaba él, inconsciente, con el beso de la muerte en la frente. 

Sentí un cosquilleo en la mano, y… ¡claro! yo tenía el beso del amor sublime en ella, y era la izquierda, la del corazón. —¿Y si contrarresto esa energía de muerte con?… Estoy enloqueciendo ─pensé.

Pero seguí mi intuición, coloqué la mano izquierda cerrada sobre la nariz, entre las cejas de Joaquín y muy de a poco la fui abriendo; su cara se iluminó… sentí que al beso le salían alas doradas y volaba en busca de la madre del muchacho… Mi mente me alertaba de que había enloquecido, pero mi corazón me impulsaba a seguir.

Las alas doradas, guiadas por una luz iridiscente,  viajaban haciendo círculos violetas. Debían traer a su madre antes de que el monitor dejara de pulsar rítmicamente y emitiera una sola nota. 

Al escuchar:

—Doctora, aquí está la mamá del paciente, —volví a la… ¿realidad? 

Retiré la mano atrapando el beso, ahora alado, y me paré dispuesta a cumplir mi promesa. 

La madre se acercaba y en su cara se iba dibujando una sonrisa al ver que Joaquín abría los ojos y también sonreía.

Parecía un milagro…

—Joaquín, ─dije a punto de llorar. —lo que me pediste que entregara a tu mamá creo te corresponde dárselo a vos.

Y tomando su mano izquierda, enfrenté la palma con la mía y comencé a cerrársela con suavidad para que resguardara el beso.

Cuando me retiraba me di la vuelta y lo miré con cierta picardía:

— ¡Ah! debo decirte que ahora tiene alas.

Él sonrió, y con el sol en la mirada dijo:

—Lo sé, doctora; gracias.

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