Todavía conservaba sabores de la noche anterior —tu ron, mi ginebra, ya me sentía suficientemente viejo para tomar ginebra— cuando acepté tu invitación a café. Miré a izquierda y derecha antes de adentrarme en tu portal, y se me escapó una sonrisa al ver los azulejos verdes junto al ascensor, y mis dedos saltaron al bigote en busca de más recuerdos. De aquellas horas solo conservaba dos imágenes. La primera: asientos traseros de taxi. Tu cabeza orbitando sobre mi hombro buscando gravedad para que tu mundo dejase de girar. Un fugaz roce, accidental, sin duda accidental, pensé, de tu labio superior, aquel labio superior tuyo, acariciando la herida por abrir de los míos. Yo seguí disfrazando de sueño mi mirada perdida tras la constelación de piedras de tu collar. La segunda: aquellos verdes azulejos tras hacerte acorralar entre ellos y mi cuerpo para tu beso. Tu beso primero, mutando después a mi beso, a nuestro beso, nuestro beso de horas, como quinceañeros, nuestro beso entre tinieblas, entre lagunas alcohólicas, un beso entre fogonazos de tu lengua, juegos de mis manos en tu falda y tu estremecimiento por el frío de mi hebilla rozándote. Susurros, susurros como para llenar un libro que cerrar bajo llave, tu boca ahogándose en mi cuello, no pares, no dejes marcas pero no pares.
Rejuvenecí subiendo por las escaleras con un galeote en mi pecho marcando un ritmo presto y mi cabeza gritando ¡ma non troppo, tarado! Por la puerta entreabierta vi tu tobillo desnudo escapando por el pasillo. Al entrar no giré el rostro hacia la mirilla de tu vecina.
Las persianas ya dibujaban sombras de barrotes dorados sobre el sofá, una tarde hermosa en aquel salón diminuto sobre aquella tapicería raída. Tu silueta tentaba desde la cocina, estirándose hacia el azúcar en un oportuno armario demasiado alto. Gracias, armario, por la excusa de alcanzarlo y rozar tu cuerpo y oler de nuevo tu perfume —almendra, vainilla—. Aquel día no había collar, pero sí oteé una sonrisa mientras atrapaba el bote. Al tendértelo, nuestros anillos entrechocaron y separamos las miradas. Yo lo prefiero solo. Sin nada, preguntaste, sin leche, sin azúcar. Sí, solo.
—¿Te arrepientes? —pregunté con el primer sorbo, lleno de amargor.
Dejaste tu dulce café con leche en la mesita junto al sofá, la mesita de los mandos de la televisión y la minicadena, y te levantaste. Aquel día no hubo jersey de Prada. Te quedaba bien la holgada camiseta de Mickey que dejaste caer al suelo junto a los gastados pantalones cortos. Tras el sujetador fue mi mandíbula, justo antes de tu última prenda. El sol se proyectó sobre ti entre las lamas de la persiana haciéndote tigresa.
Tu labio superior, aquel labio superior, me volvió a rozar. El café todavía estaba en mis manos y no podía dejarlo caer, no dejes marcas hoy tampoco. No te importó mi sabor sin azúcar, y la hebilla dejó de ser un problema.
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