UN BESO PERVERSO

UN BESO PERVERSO

Aún dolorida por la operación de pecho que no me permitía trabajar, realizada por consejo de Luis, mi marido, y para su disfrute, acudí esa mañana al gabinete de masajes que había dejado en sus manos. Me había comunicado que aprovecharía el día festivo para visitar a su madre.

Aspiré con fruición el olor del aceite de vainilla que impregnaba el ambiente y mis dedos, acostumbrados durante años a una actividad constante, se pusieron ellos solos en movimiento. Todo estaba en orden y sonreí satisfecha.

De repente un gemido me sobresaltó. No era lastimero, no producía alarma, pero entré en el despacho y agarré con fuerza el quitapenas de madera regalo de mi vecino que considera que me expongo en demasía. Todas las restantes puertas correderas de cristal esmerilado estaban cerradas. En la sala de espera las revistas de cotilleos y las dos macetas de orquídeas rosas daban color. Me aproximé con cautela al lugar al que mi oído me llevaba y abrí la puerta.

Desnudos, en la camilla reservada a los pacientes más corpulentos, mi marido hacía el amor con esmero al efebo rubio que llevaba dos meses asistiendo a tratar su lumbago. Los gemidos de gato provenían de él. Luis volvió la cabeza y en su cara observé un rictus de lujuria triunfante.

No podía moverme, no podía respirar. Por un instante creí que perdía el conocimiento pero recordé que la vida ya me había pateado a conciencia más de una vez y que no debería esperar nada diferente. Dando la espalda a la escena, cerré con suavidad la puerta.

Sin pensar, recogí, al pasar por recepción, el llavero de Luis que antes, sobresaltada, no había advertido, y eché el cerrojo a la puerta de entrada. Salí a trompicones y me desfondé dentro del coche, aferrada al volante como único asidero. Cientos de imágenes se sucedían, sin orden, en mi cabeza: Luis, con su pequeña cojera y su mirada perdida; su indefensión, era mi alma gemela; su escasa educación y su mala suerte; nuestro primer beso, lleno de pasión, envueltos en la oscuridad del portal que nos protegía, obligados a sofocar nuestro ardor y a sujetar nuestro deseo. Siempre vemos lo que queremos ver. Para rescatarle, le enseñé mi oficio. Puse mi negocio y mi vida en sus manos.

Perdí la noción del tiempo. De repente vi pasar a mi vecino y, saliendo del coche, le expliqué someramente la situación. Le pedí que llamara a la policía; diría que había oído una petición de socorro. Desde hacía años era un buen amigo y disponía de unas llaves para emergencias. Volví al coche.

Ya en mi domicilio, arrojé a la piscina todas las prendas del armario de Luis. Quedé, para el día siguiente, con el cerrajero y el abogado y comencé a anular todas las citas de su agenda antes de darme el lujo de ahogar a su ordenador.

Finalmente comprendí que llevaba toda la vida dando tumbos y que los depredadores huelen la debilidad.

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