El frío invierno de la Rusia comunista llegaba a temperaturas bajísimas. La nieve cae intensamente sin dar tregua a los escasos habitantes de la aldea. Sin embargo un hombre, médico de profesión, no se detiene en su marcha. Con nieve hasta las rodillas, doctor Zhivago sigue su camino. A pesar del clima, el fuego lo consume por dentro, la ansiedad de llegar a casa de Lara, la bella enfermera que compartió sus días en la guerra.
Ambos estaban casados y eso fue un condicionamiento. Él intentó un acercamiento más íntimo, pero ella se negó. Sin embargo, a pesar de los años que no se veían seguía recordando su belleza. A pesar de su esposa Tonya embarazada, no podía dejar de pensar en aquella.
¿Podía pasar ese límite sin retorno? Su mente confundida divagaba sobre lo correcto y lo que no. Noches sin dormir, meses soñando con aquellos labios tan sensuales, con esos ojos claros y ese cabello tan dorado como el trigo. Era tanta su ansiedad que veía a Lara despierto, dormido, pensando. Temió enloquecer. Pero acaso, ¡no era eso la pasión!
La noche anterior cuando su esposa lo besaba, dejó de lado su frialdad habitual y respondió con toda la fogosidad que tenía, pues era a la rubia a quien veía y sentía. A ella era a quien hacía el amor, no a Tonya. A ella era a quien besaba una y otra vez. Al terminar, se sintió vil. Y desesperado. No durmió. Se levantó al alba a buscar la causa de sus desvelos y sus ansias contenidas.
Sabía que la encontraría en la biblioteca. Su corazón enamorado como un adolescente le daba la vitalidad para resistir sin caerse. La esperó. La vio. Sus hermosos ojos negros bien varoniles destellaban el fuego de una pasión a duras penas controlada. Ella también lo vio. Sus ojos de cielo lo miraron con tal calor que Zhivago la tomó por el brazo y caminaron en silencio hasta la casa de la joven. Era tanta la ansiedad que no salían las palabras.
Una vez dentro de la vivienda se miraron, se abrazaron y se besaron, con ímpetu, el beso esperado. Ese beso fue el que derribó prejuicios, el que abrió el juego a otras emociones: la pasión y la culpa. Pero la primera pudo más y la cama caliente fue testigo de las llamas que allí ardieron entre esos dos cuerpos hecho uno.
Luego de ese primer beso, se abrió la puerta a muchos otros, a un torbellino de labios, saliva, abrazos y piernas entrelazadas. El calor surgido allí bien podría haber derretido la nieve de toda la aldea.
¿Y ahora qué seguía?, se preguntaban. Eligieron entre beso y beso ser amantes, vivir en esa excitación constante de saber que no era lo correcto pero era lo querido.
¿Quién podría juzgarlos en medio de ese caos reinante, a dónde la locura y la cordura se confundían?
Eligieron arder en esas llamas de placer y dejaron que los besos cobraran protagonismo.-
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