Yo vivía metido para adentro, como el forro de una chaqueta, con esa sensación continua de que va a pasar algo, pero no pasa.
Soy de Oregón y ya se sabe que esa tierra te aboca inevitablemente al ostracismo.
Una infancia jugando permanentemente al escondite, entre el centeno, suele llevar a que ni siquiera te encuentres a ti mismo, y si alguna vez lo intentas, fijándote a conciencia en el espejo, no te reconoces.
Tampoco ayudan los cuentos de Carver, de niños feos, gansos muertos y neveras rotas y mucho menos el alcohol, del que hago un uso medicinal desde los diecisiete.
Siempre me he refugiado en los libros, soñaba con ser ese personaje que se cimbrea en la mecedora del porche tomando una zarzaparrilla, mientras contempla cómo por el amor de una mujer, dos cowboys se baten en duelo. Por suerte mueren a un tiempo. Entonces mi personaje se queda con la chica. Ella le prepara tarta de ruibarbo cada día, él se la come, siempre en el porche, cimbreándose en la mecedora, cada vez más deprisa.
Con las mujeres, hasta ahora, no había tenido éxito. La primera fue Jenny Cooper, la empollona del instituto, me persiguió durante todo un curso hasta que lo hicimos, después solo fui una muesca más en su libreta de madera.
Cuando me mudé a Nueva York, conocí a Lana Lane, una prostituta del Soho, confieso que estaba un poco enamorado de ella, aunque era un desastre en la cama. Se casó con un criador de ovejas y es feliz esquilando y haciendo jerséis para su numerosa prole.
Todo cambió aquella mañana, tan gris como las de los últimos cuarenta años. Me despertó el timbre de mi apartamento, afónico por el desuso. En el rellano, había una mujer de una belleza extraña. Al hablar sissseaba con elegancia, un ceñido vestido negro resaltaba las curvas de su espectacular cuerpo.
Arrastraba una maleta repleta de libros. Los compré todos, muchos ya los tenía, pero le habría comprado la Luna si le hubiese cabido en la maleta.
Le ofrecí una bebida, me pidió un Jagger con Red Bull, respiré, era de las mías. Me excusé para ir al cuarto de baño, en tiempo record me lavé los dientes, atusé mi bigote y me rocié de Old Spice.
No sé si fue eso, o la velocidad con la que la desconocida se había bebido la copa, lo que provocó que cuando regresé me pegara un lengüetazo tal que casi me succiona el cerebro. Quedé aturdido. Al volver en mí, se había marchado.
Hoy, un mes después, tengo cuatro pares de ojos que funcionan como faros, antes era miope. Mis ocho patas me permiten desplazarme a una velocidad increíble. He tirado toda mi ropa, ya no la necesito, tengo un exoesqueleto magnífico.
Durante el día me dedico a tejer colchas de gran calidad, por la noche salgo en busca de la mujer araña, sueño con que nos deslicemos juntos por las azoteas, cada vez más deprisa.
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