Del Fin del Mundo en adelante

Del Fin del Mundo en adelante

Fonseca Fisterra

16/01/2021

Esa noche me invitó a cenar. Me acababa de maravillar con el atardecer y su pintoresco baile; fui testigo de cómo los astros me regalaban una vista asombrosa: la luna y el sol estaban equidistantes al horizonte, y yo, en el punto medio, solitario y al viento, sintiéndome desnudo y diminuto, como el papel de la virtud.

Tenía los bolsillos vacíos, de modo que me presenté en su albergue con los únicos víveres que cargaba desde hacía cuatro días: una mazorca de maíz y una lata de albóndigas comprada el mes anterior.

Ella había preparado bocadillos y comprado yogures pensando en aquel momento. Tras haber recorrido más de ochocientos kilómetros en un mes, pensé que era el mejor de los regalos que alguien podía hacerme en dicha situación.

Devoré con ansia los bocadillos, a pesar de que el pan estaba untado con tomate, algo que detesto. Pero con el hambre, no hay tregua ni cuartel para ser melindroso en el comer.

No quise parecer un plañidero en nuestra primera cita. Llegaron los yogures, los cuales ya hacía rato que miraba salivando con ojos lascivos. El culmen de la noche llegó cuando, ella, me ofreció su yogur tras haber dado cuenta del mío. No tuvo que ofrecérmelo dos veces, ya que casi se lo arranqué de las manos movido por un acto reflejo.

Lamí la tapa del yogur delante de ella: «¡los años que llevaba sin hacer esto!», pensé. No me importó que me mirase con sonrisa pícara, más bien fue todo un halago por parte de la cocinera. Intuí que ella disfrutó más observándome comer que degustando su propia manduca.

Aquella cita fue como llegar a la meta tras sobrevivir a las peripecias de un largo y sórdido viaje. Me sentí reconfortado.

En mi cabeza, ya había vivido todas las experiencias de una vida junto a ella, horas ha: nos habíamos conocido, entablado amistad, una relación, descendencia literaria, compartido «El Camino»…

¿Cuántas veces imaginé que la besaba antes de acudir a la cita? Perdí la cuenta pensando en sus tatuajes y en sus dilatadas pupilas; fantaseé con averiguar cómo serían sus labios tras la mascarilla. Y llegó lo inevitable.

Caminando, había aprendido a «sacar la basura» y reparar un interior quebradizo, errático y frágil.

Mi nieta, que tiene cuatro años y el alma pura en estos menesteres caprichosos, disfruta con la historia de cómo conocí a su abuela.

¿Me cuentas la parte del beso, «abelito»? me pregunta con mirada socarrona, conteniendo la risa.

Mi mujer y yo vamos camino de ser centenarios, y debe ser que nuestra historia contagió un poco de su esencia al lugar en el que nos conocimos: Fisterra.

Aquel primer beso que al fin nos dimos en el albergue, fue la caramelización de la magia nocturna, un germen limpio y sincero. Bautizamos a este prístino beso como «El beso del fin del mundo», valga la contradicción.

Para nosotros, la vida supone un eterno reencuentro en el «Fin de la Tierra».

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