Estabas al acecho, camuflada bajo un pelaje ensortijado, al amparo de la opacidad de unos cristales tan grandes como tu mismísimo retrato. Eras una mujer de costumbres, distante en el desierto, melosa asomada a la noche, pues el amor se vestía de madrugada.

Aterricé en un oasis, sin límites paradisíacos. Alejado de mi mismo, de mis fracasos, rogándole a Afrodita aromatizarme modesto, concediéndome conocer los placeres ofrecidos por el trópico de Cáncer. Su mermada misericordia me ocultó los sacrificios del amor mal entendido.

Coloreé tu corazón sin descuido, al amparo de una Celestina internauta, escandalosa madriguera para ambos. Reconocidos al relatarnos como carnívoros consumados, acordamos compartir presas bajo una jaima imaginada. Me hiciste esperar en una cita tuerta, eras tú, pero en otra presencia. Nos olfateamos como cánidos, aparcando nuestras razas; nos miramos a los ojos y te vi naciendo en azabache, y me viste, con esperanzas treboladas. Obviamos el té, nos reímos de una carta de alimentos conversados; nos servimos instantáneas del frente a frente, para mediado el encuentro, degustarnos ladeados. Fue nuestro primer momento, la certificación de poder compartir el mismo hábitat sin esquivarnos. Nos inspiramos en la despedida, el deseo labial, se cocinaba despacio, regresando cada cual con su manada, a un desierto que preguntaba sentimientos. Mis congéneres detectaron tu olor, tan afrodisíaco como un engaño.

El segundo acto, prologó lo acontecido bajo los testigos de razas estigmatizadas. Me pusiste a prueba con una pregunta desnuda, saber de mi sabor, tras mis labios descarnados. Respondió el infinitivo huir, sacudiéndose mi soledad y tú, interpelada con escueto, escapabas de los vacíos puntos cardinales. Sentarse en el mismo plano fue el burladero que escondía de los censores interraciales, cualquier atisbo entrelazado. Solo imaginaban tentativas los insomnes nocturnos, los búhos faraones egoístas de lo ajeno. Engatusado me despediste con un beso, lejos de la comisura, en el alma de las mejillas. Me miré a un espejo buscando tu recuerdo, y donde había placer, encontré en los ojos de otros un arañazo, una dentellada, un dolor inadvertido.

Se abrió el telón de una tercera noche. El apuntador de nuestro teatro se ausento de su escondrijo. El público no acudió a la platea, lo previsible nos dejó a solas. Eros nos liberó para improvisar una conversación de palabras que enamoraban. Nos comimos las tablas, brindamos por la escena, nos reverenciamos en los camerinos. Pero para besarnos buscamos las sombras, para no convertirnos en presas de las bestias, acariciándonos en el anonimato. Y te abalanzaste sobre mí, anulándome con tus piernas, con tus brazos. Te besé por momentos, me besaste al completo, llegando con tus fauces más allá de mis papilas, visitando mis entrañas. Embriagado de tus labios, reíste histérica, reclamando a tus huestes. Me besaron, me mordieron con lascivia, con gula incontenida. Sometido, caí en la inconsciencia, en un coma inducido por un beso, mil mordiscos, despertando frente a un espejo sin mi reflejo.

Yo fui él, un lobo solitario. Ella, una hiena moteada, y su beso, mi sueño eterno.

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