¿Es el tiempo una ilusión, como Einstein afirmaba; «un ahora en expansión» como lo definía Severo Ochoa? ¿Es, según decía Charles Chaplin, el mejor autor al encontrar siempre un final perfecto; lo que el mismísimo San Agustín dijo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si tuviese que explicárselo a alguien no sabría cómo hacerlo”?; ¿o es «el alma del mundo», respuesta que dio Pitágoras cuando fue preguntado sobre el particular?

Yo soy más de Jean Paul Sartre quién insistía en no desperdiciar el tiempo, al asegurar que quizás lo hubo más bello, pero el nuestro tiene la pureza, la rareza de ser eso, nuestro; o de Jorge Luis Borges quién medía su tiempo estando o no con la persona a quién amaba.

Es justo ahí donde quiero llegar, a la peculiar dimensión del tiempo. ¿Por qué es imposible doblegarlo como a la dimensión que va de la mano de él: el espacio, si entre ambas gobiernan las leyes físicas que conocemos? El espacio nos permite ir hacia adelante, hacia atrás o detenernos a nuestro antojo; en cambio, el tiempo no consiente ser domado, salvo raras excepciones. Sí, yo mismo constaté que existen resquicios por donde el tiempo pierde su condición.

Fue durante una noche de verano. Conocí a una chica, y sin saber cómo, acabamos en la playa.

Retozamos sobre la arena cuya frescura tornaba a cálida al abrazo de nuestros cuerpos. El techado: una cúpula repleta de constelaciones que, para observarnos mejor, paralizaron sus movimientos perfectamente orquestados. El ventanal, casi infinito, abierto de par en par, por el que se adentraba la brisa levantina, tibia, salada y húmeda, nos dotaba del oxígeno que ya nos faltaba. 

Nuestros jadeos al ritmo de convulsos movimientos ahogaron los quejidos de las olas, lamentos de quién percibe su fin al alcanzar la orilla y no puede impedirlo.

De pronto, nuestros alaridos de placer surcaron el aire, inundando el silencio. Excelso fue aquel instante cuando se tornó surrealista: el tiempo, inmóvil, dejó de latir; y el espacio se extinguió entre ella y yo: ya éramos uno. La brisa dio un paso atrás, y las olas, por imposible que parezca, dejaron de perecer. 

El ‘cri-cri’ de los grillos nos sirvió de despertador. Poco a poco la realidad empezó a desperezarse y recobró la cordura: las manecillas del reloj reemprendieron su viaje infinito y nuestras almas se disociaron. 

Abrí mis ojos ávidos por encontrarse con los de ella. 

Las estrellas dejaron de observar a unos seres tan efímeros: a nosotros; tan solo les interesó el momento sublime que habíamos construido segundos antes, nada más. La brisa siguió su destino, el que nunca alcanzaría por mucho que corriera. Y las olas siguieron sucumbiendo, porque es su sino, lo saben nada más formarse.

Busqué sus labios; y allí estaban, candentes, entreabiertos, esperando la rúbrica a aquella carta repleta de pasión. Y los besé. 

No fue un beso cualquiera. Se trató de un beso atemporal que se propagó por el espacio, y cuyo eco todavía retumba en mi interior.

Lo frustrante es que de ella no supe ni su nombre.

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