No sigas esa estrella

No sigas esa estrella

NereaAguiGar

11/01/2021

No hay ruta equivocada, sino falsas estrellas que guían al errante a las fauces del mal. Recuerda esto en las noches sin luna, cuando la luz es solo una insinuación de los soles más remotos, pues los páramos ofrecen un amplio espacio para correr si escoges la dirección acertada.

Una noche como tales, contagiado de un espíritu romántico, Antonio paseaba con un aire errabundo por las ruinas de un castro prerromano, con la mente buceando en la fantasía de haberse convertido en un espíritu melancólico que se recreaba en la soledad de aquellas piedras, y lamentaba que sus ineficaces ojos humanos necesitaran la luz del farol colgado en sus dedos. Desde lo alto del cerro contempló los campos que rodeaban su fortaleza derruida; de día eran alfombras de paja y en la noche, un mar de sombras. De la tierra alzó su mirada al cielo despejado, desvestido de nubes solo para su deleite, y cazó en un primer vistazo una estrella titilante que describía círculos en un espacio vacío del firmamento, sobre su cabeza. Incrédulo en un principio, dejó que la fe y la alegría lo embargaran cuando la misma estrella, como en un acto avergonzado al haber sido descubierta, abandonó sus giros para alejarse lentamente de él.

Con el farol empuñado, Antonio siguió a la estrella, primero con la mirada y después con el resto de su ser, sorteando precariamente los restos del asentamiento, y sus pasos le hicieron cruzar la muralla y quedar enfrentado a una estepa de tinieblas en la que nunca había puesto los pies, mientras la estrella surcaba la bóveda celeste por encima. A su espalda estaban las ruinas y el camino de regreso a casa, que debería retomar antes de que la luz del farol le abandonara; sin embargo, su casa y las ruinas no se moverían de su sitio, mientras que la estrella no esperaría por él. Guiado por la convicción de haberse sumergido en una maravilla y ansioso por presenciar una leyenda, bajó por la ladera con la vista en el cielo. La estrella hendía el azul nocturno sin que ningún obstáculo le estorbara; el resto de luceros, en quietud absoluta, parecían apartarse a su paso. Sobre la tierra, los pies que seguían aquella luz en velocidad creciente pisaban vegetación que crujía bajo su peso. El terreno era llano y sin trabas para la visión, pero la noche aunaba las sombras en una masa sin perfiles que cubría el mundo sin distinguir entre peligro y amparo; pronto, el horizonte también desapareció, deformado por nubes que, sin ayuda del viento que no soplaba, enmarcaron un pedazo de cielo en el que la estrella viajera no cesó en su camino, mientras su perseguidor imitaba la trayectoria en el suelo. Su carne se estremecía y su espíritu palpitaba, extasiado de ser testigo y parte de un suceso tan apartado de lo mundano, anhelando encontrar la fuente de aquel prodigio; alejó de su mente las especulaciones para que, cualesquiera que fuesen el resto de maravillas que descubriera al final de la noche, tuvieran espacio en su memoria.

Cuando el hogar quedaba ya demasiado lejos como para recordar el camino de vuelta, cuando la luz del farol se estaba volviendo tenue y las nubes se hacían más densas, la estrella se detuvo en el espacio vacío de una constelación incompleta, y allí permaneció como si nunca se hubiese movido. Antonio siguió mirándola sin parpadear, con ojos lacrimosos, con miedo de apartar la vista de ella y ser incapaz de reconocerla. Pero consideró que, si se había detenido, debía de ser porque habían llegado al final del viaje, y volvió su rostro a la tierra. Delante de él, tan inesperado y emocionante como un amigo de la infancia, había un único árbol, un árbol en medio del páramo, retorcido y robusto como debía de suponerse de un ejemplar capaz de subsistir donde ningún otro podía. Aquello era un portento propio de esas tierras y en otra situación no habría sorprendido al extraviado como lo hizo cuando se dio cuenta de que la estrella se había detenido encima de aquella maraña de ramas, nudos y hojas. No caminó inmediatamente hacia él, se quedó en cambio mirándolo, esta vez dejando paso a las cavilaciones sobre el posible significado de lo que había ocurrido y qué podía seguir a aquello. Giró su cabeza y su cuerpo para mirar a su alrededor, incómodo de repente sin su guía estelar y consciente de que no podía atisbar nada más allá de la negrura; la ausencia de un viento que hiciera cimbrar las hierbas altas y de un coro de animales nocturnos le hizo albergar la sensación de que se había detenido en el centro de un vacío, rodeado por la nada, donde lo único que sentía era el propio peso de su cuerpo y lo único que oía, su respiración.

Una muy breve, repentina, maloliente corriente de aire le golpeó, pero la única reacción de su cuerpo fue interna: sus órganos se revolvieron y atacaron su corazón y sus pulmones, que comenzaron a trabajar con mayor esfuerzo y dolor, mientras sus músculos se tensaban bajo una piel que trataba de escapar de ellos; todo esto porque cada una de las células de su cuerpo habían sentido aquel viento fugaz y, antes de que el cerebro diera su veredicto, se habían dado cuenta de que el resoplido había venido del propio suelo que estaban pisando.

Antonio recobró el control de su cuerpo, dejó caer el farol y huyó, y echó a correr en la dirección equivocada. Sus pies echaron alas hacia el árbol y sus brotes y, antes de alcanzar las raíces, comenzó a elevar las manos en una plegaria por alcanzar alguna de las ramas bajas para izarse sobre el terreno. Pero fueron otras manos las que actuaron con mayor rapidez y apresaron sus tobillos en cuanto las yemas de sus dedos rozaron la primera hoja. Se vio de pronto hundido un palmo en la tierra y, al tiempo que trataba de sacar sus pies sin perder el equilibrio, comenzó a gritar, clamando socorro, y a cada uno de sus gritos le contestaba el silencio. Tres manos más atravesaron la tierra seca y le agarraron de la ropa, tirando de él hacia abajo, enterrándole hasta la cintura. Aún con los brazos libres, alcanzó una raíz que sobresalía en forma de un asidero perfecto y siguió bramando, sin ninguna esperanza de obtener ayuda, solo porque ser devorado por la tierra en un mutismo absoluto era aún más aterrador que hacerlo mientras se desgañitaba. Sintió una garra sobre su hombro derecho y otra apresando su brazo izquierdo, y un nuevo tirón le sepultó hasta el cuello, obligándole a soltar una de sus manos, ensangrentada y erizada de astillas, de la raíz que podía salvarle. La opresión en su pecho le obligó a expulsar todo el aire y, en un vano intento por llenar todo lo posible sus pulmones para seguir gritando, echó la cabeza hacia atrás e inspiró dolorosamente. Su semblante ahora encaraba los trozos de cielo que podían verse entre las ramas y, justo encima de él, sobre sus ojos, había una única estrella. Fue lo último que vio antes de que una mano grotesca aferrara su rostro e interrumpiera el grito que no llegó a sonar, hundiéndole completamente hasta que no quedó nada de él sobre la tierra. En el firmamento, solemne e imponente, una estrella desapareció sin que nadie reparara en ello.

La tierra que no ampara al hombre es clemente con otras criaturas, y en esos eriales tan maravilla es ver un árbol como una estrella vagabunda, y tales prodigios nunca vienen solos. No persigas estrellas que te alejen de tu ruta, pues el mal se arrastra por la tierra y se alimenta de los que miran al cielo.

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