El metro fantasma de Chamberí

El metro fantasma de Chamberí

Hasta la boca del metro que no existe, la estación fantasma, tengo que contar ciento veinticuatro pasos en línea recta. Nunca los había recorrido yo sólo.

Siempre cuento las cosas que veo a mi alrededor, no sólo los pasos que me llevan hasta los lugares. Mi cabeza también enumera los objetos que veo: las nubes, las mascotas en la calle, o las personas con paraguas en las aceras.

También memorizo las matrículas de los coches, o dibujo en mi cabeza los edificios y las tiendas del barrio, de camino al colegio con la abuela. No me cuesta, es como fotografiarlas. A veces, la profesora me pide que dibuje un pensamiento o una emoción, y yo le digo que prefiero dibujar las tiendas del barrio, a los vecinos, o las nubes con formas de fantasmas con las que me cruzo.

A la abuela se la llevó una ambulancia de luces naranjas, intermitentes. Me asomé a la ventana de mi habitación y me tapé los oídos. Es un primer piso, y hasta siete vecinos se asomaron a sus terrazas. La ambulancia amarilla estaba aparcada frente al portal número seis de nuestra calle. La matrícula de la ambulancia era impar y fueron tres los médicos que ayudaron a subir a la abuela. Nunca había visto médicos vestidos como astronautas.

No había gente en la calle. Sólo dos policías que anunciaron, sin bajarse del coche patrulla, que nadie podía salir de sus casas. Después de que se fuera la ambulancia con la abuela me quedé a dormir unos días en casa de los vecinos. Eso no me gustaba, y me escapé.

Cuando paseaba de la mano de la abuela Vicenta siempre me decía que el metro ya no paraba en Chamberí nunca, que era una estación fantasma. Pero yo no la creía, sé que los fantasmas no existen. Además, en la acera de la lechería de Don Jesús, donde la abuela compraba miel, salía aire caliente de las rejillas del suelo. Allí me calentaba todos los días mis zapatos, y podía escuchar el ruido de los vagones del metro: cada cinco minutos y treinta segundos.

La Lechería está a sólo treinta y tres pasos del portal de la abuela. De camino al metro, compré dos panes de candeal y un tarro de miel Milflores, y lo metí en mi mochila del colegio. Así, se pondría bien la abuela; pagué con dos euros y cincuenta céntimos.

De camino a la parada que no existe, compré las dos madejas de lana que estaban en la lista que la abuela dejó en su mesilla de noche antes de irse en la ambulancia. Ella siempre está tejiendo. 

Juana, la dueña de la mercería, dijo que la abuela Vicenta saldría pronto del hospital. Me preguntó si estaba sólo y adónde iba. No contesté. A veces, no contesto a los mayores. Juana no me quiso cobrar la lana, así que guardé los tres euros con setenta y cinco en mi bolsillo.

Frente a la iglesia, antes del metro, un hombre extranjero me pidió dinero para comer; se lo regalé porque pensé que yo no lo necesitaría. Los mayores siempre guardan más monedas de las que necesitan. Todas las monedas de mi bolsillo sumaban un euro cincuenta, el precio del billete de metro que necesitaba para ir a verla.

La entrada al metro estaba oscura, y a sólo ciento veinticuatro pasos del portal. Dentro había anuncios de cerámica rotos, antiguos, como las macetas de la terraza de la abuela. En las paredes, se anunciaba una colonia de Paris que olía a mi madre. También un cartel de anís que anunciaba un mono simpático, como la botella que bebía mi padre antes del accidente; yo entonces tenía ocho años y treinta días.

No me gusta dormir en casa de los vecinos. Era como estar sólo, y me escapé. Me metí en el metro por el mismo hueco que utilizaba el hombre que pide dinero en la iglesia. No sentía ningún miedo, pero tampoco me dediqué a hacer ruido.

El andén no olía a metro y estaba en curva. Las escaleras estaban limpias y la vía del tren vacía. Era como el museo ferroviario de la calle Delicias, fui una vez con el colegio.

El reloj de la estación marcaba las diez y quince. Me senté en uno de los bancos y esperé diecinueve minutos. Estaba contento porque había recorrido yo sólo los ciento veinticuatro pasos hasta el metro. Al final del túnel veía luz y también podía ver otra parada, lejos, y viajeros caminado. En poco tiempo, estaría con la abuela. Era tarde y tenía hambre. Me comí el pan de candeal con algo de miel Milflores.

Cuando me entró el sueño pensé en la abuela. Saqué el cuaderno del colegio de mi mochila. Dibujé a lápiz la estación de metro, no quería dormirme. Cuando terminé el dibujo de la estación no le añadí más colores.

Después saqué el libro de lecturas del colegio y lo abrí por la página de mi cuento preferido. Leí otra vez la historia del viaje de Óscar, el huérfano: viajaba en un tren fantasma desde una estación perdida. El reloj del futuro, en la muñeca del niño, podía retroceder en el tiempo. Óscar visitaba a sus padres, y entonces las cosas volvían a ser como antes, como a uno le gustaría que fuesen. Nuestra profesora nos decía después de leerlo que siempre había que mirar hacia delante en la vida.

De repente, se escuchó cómo si llegara un tren. Silbó al detenerse. Se oyeron como las puertas se abrían. Escuché pasos, como si alguien se bajara. No había nadie, todo era fantasma. Sólo el ruido.  

Pensé que si yo también estaba en una estación fantasma, como Óscar- el huérfano-, nunca llegaría al hospital. Así que caminé por el túnel, por la vía oscura, hasta la siguiente parada donde se veían luces, y trenes de verdad. Llegaban y partían. Me acerqué hasta la ventanilla, y pagué un euro con cincuenta del billete.

Me subí en el tren de las once y cinco.

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