Son quince cuadras solamente. De mi casa a la oficina, antes eran kilómetros. Caminar hace bien para la salud, más aún a los de la tercera edad, mi nuevo trabajo acortó la distancia, trajo imágenes que acompañan, se adelantan, van al costado de uno o atrás. Caminando vas entendiendo la ciudad, sus habitantes, sus gestos, de repente lo que hacen. Te encuentras con el otro. Lamentas si algo fortuito no te permitiera seguir haciéndolo.

No puedo correr continuamente sobre la vereda, no es la norma, se camina, se puede trotar, no es exclusivo espacio mío, es también de los demás. De lo contrario pueden ocurrir percances. Me gusta caminar en zigzag no de frente, no respeto un solo lado de la vereda, me aburre. Esa práctica me da ventaja, si quiero adelantar a alguien, voy por el lado izquierdo, derecho, centro y avanzo. Un día me dije: <<deja esa rutina>>, camina sobre un solo lado de la vereda, el derecho. Había empezado la primera cuadra, tranquilamente caminaba y a unos cuarenta metros en sentido contrario avanzaba por el lado derecho una bella mujer, con un vestido apretado y zapatos con tacos muy altos. Éramos los dos solamente, de repente al mirarla comencé a zigzaguear, mi interlocutora se dio cuenta y comenzó hacer lo mismo, era obvio que no quería chocarse conmigo, confiaba en que al último momento nuestros movimientos, nos harían pasar sin tocarnos, sin conocernos, menos mirarnos; la sincronización se imponía. Falló, los tacos no ayudaron, estuvimos a centímetros de chocarnos, ella con un zapato doblado y el rostro desencajado lleno de ira lanzó un grito ¡¡¡¡ porque no te decides, carajo, un solo lado de la vereda, idiota, casi se rompe mi zapato!!!! Sin responder tomé el lado derecho, seguí mi camino.

Otro día, caminando por la misma vereda a mi trabajo, recordé que una cuadra antes de llegar a mi destino, había un mercado, tenía que resolver mi problema del almuerzo porque no hubo tiempo de preparar mi lonchera. Iba despacio, ya no en zig zag, sino por el lado derecho; sin darme cuenta a unos tres metros delante mío, avanzaba cadenciosamente una bella dama, con un cuerpo espectacular, con un pantalón ajustado, de tamaño mediano. Se había hecho una cola de caballo que lo ondeaba graciosamente en su caminar, llamaba la atención. Note la forma como la miraban los varones, la saludaban con gestos, moviendo la cabeza, sonriendo, dirigiendo los brazos hacia abajo, como: <<pase la reina>>, algunos mozos que estaban en las puertas de los restaurantes, algunos guachimanes de casas de cambio, los de seguridad de los bancos y los trabajadores de un grifo, cada uno no solo la saludaba de esa forma, sino se atrevían a hablarle algo como: <<hola mi bella>>, <<ya voy, espérame>>, <<solo que me atiendas tu>>. Obviamente, esta chica realizaba un servicio de atención. Seguía conservando la distancia con la linda damisela; si había un semáforo en rojo, ella se paraba yo también. Llegando al mercado, me dije, debe vender comida en un puesto de este mercado, tengo que averiguar en cual, porque llegamos y ella de seguro inmediatamente comienza atender. Me adelanté, la abordé y le dije que me había dado cuenta de cómo durante el trayecto que caminamos mucha gente la conocía y la saludaba. Debe ser bueno el servicio que brindas, seguro que es comida y debe ser rica, le pregunte: ¿dime cuál es tu puesto?, ya me despertó la curiosidad y quiero que me atiendas también tú. A lo que ella mirándome candorosamente me dijo: <<no señor, yo no vendo comida, soy puta, siga caminando>>.

Solo fue una vez, lo aseguro. Ninguna novedad en el servicio de esta damisela cadenciosa. Nos pusimos de acuerdo para vernos a la salida de mi trabajo, nos encontramos a mitad de mi camino diario. Sin darme cuenta me había cogido de la mano llevándome al frente de una casa donde tocó el intercomunicador y escuche que le decían: ¿Quién es? A lo cual contestó ¡Valentina! y la chapa eléctrica abrió la puerta y pasamos. Fueron momentos muy buenos, su habilidad para el sexo me hizo sentir algo nuevo, obviamente pague el buen servicio. Quedamos en vernos otra vez, nos podríamos poner de acuerdo en el camino que hizo conocernos.

No sé si sería el último día en el que me dirijo a mi oficina. Un virus transformó la normalidad de todos los países, una pandemia mortal se había instaurado y nadie sabía cómo manejarlo, al grado de divorciar la salud de la economía. En la ruta cotidiana que realizo, casi todas las personas tenían puesto un nuevo atuendo <<una mascarilla>>, yo, no la había conseguido, pero implementé una con un pañuelo blanco. El gobierno había establecido esta obligación y otras más, bajo sanción a los que no lo cumplieran. Del mismo modo, se decretó que a la brevedad el país entraba en confinamiento y solo las actividades esenciales no se detendrían.

Ya no puedo salir mucho tiempo de mi cuarto alquilado. A través de la ventana puedo divisar la calle, una que otra persona, imagino que la vereda extraña las pisadas de sus creadores. Me encuentro dentro de la población vulnerable, este virus nos la tiene jurada. La forma de cuidarme es solo salir de mi casa a comprar mis alimentos o medicinas básicas. Cuanto durará está pandemia, no se sabe. Lo que, si sé, es que la soledad que me acompañaba esporádicamente se ha hecho permanente. Sin esposa, sin hijos, solo con hermanos que los veo a la muerte de un gato. Algo tengo que hacer, ya sé, estaré atento apenas soliciten voluntarios para probar una vacuna contra el bicho ¡me apunto! Lo único si, si me llegara a pasar algo me gustaría dejarle como herencia la indemnización que me corresponda a Valentina. El problema es como hacer para poder volverla a encontrar en nuestro camino y si la podré reconocer con su mascarilla puesta.

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