Alejandro Olivares se sentía nervioso porque era su primera tempestad en la casa #175 de la calle Cotubanamá#bocadillo. Para disipar la ansiedad, había bebido dos vasos de ron Barceló Añejo, del que vendía a sus clientes. Su esposa, Lourdes Díaz, estaba embarazada y lista para dar a luz en dos semanas. Ya tenían la maleta para el parto lista. Eran las 12 del mediodía del domingo 30 de noviembre de 1986: el último día de la temporada ciclónica. El Centro de Operaciones de Emergencia había catalogado el huracán como categoría III, con ráfagas entre 178 a 208 kilómetros por hora.

El viento corría rodeando la casa y encharcaba el patio. La calle Cotubanamá era ya un río. La lluvia continua de los últimos tres días había anegado los sumideros y el agua desbordaba las canaletas y creaba lagunas en las esquinas. Las gotas se deslizaban raudas por la pendiente después del taller de mecánica La Goma, pasaban por la esquina del colmado El Millón II y desembocaban en un gran lago que se formaba en la esquina de la calle Pedro Albizu Campos, casi al frente de la casa de los Olivares. El campo de béisbol del club Los Pica Piedras estaba sumergido y el líquido había desdibujado también los trazos en tiza de las bases y la zona de strike de la pared de la casa dúplex del frente, donde los hijos del vecino acostumbraban a jugar plaquita y vitilla en las tardes. La lluvia arreciaba. Afuera, la Cotubanamá se sumergía en un brazo de agua y cubría la Pedro Albizu y ahora también la General Domingo Mallol.

Después de la comida, sentados en la sala, Alejandro notó que entraba agua por la puerta principal. ¡Rápido, Lourdes! ¡El escobillón! –apremió Alejandro, mientras la esposa lo traía. Olivares miró por la ventana y contempló que la laguna cubría la acera, la marquesina y la galería de la casa. Capote al hombro y con sus botas de hule calzadas, se preparó a dar batalla a la tempestad conquistadora, como una vez lo hizo el indio Cotubanamá en los tiempos de la Colonia Española. Primero, colocó toallas en el hueco inferior de la puerta principal y salió a la galería para empujar el flujo de agua que venía hacía la puerta. Era una labor fútil: notó que por más agua que empujaba con el escobillón, el diluvio no paraba y el caudal crecía. Las toallas estaban repletas de agua y solo era un asunto de tiempo para que el líquido entrara a la casa. Luego, entró presuroso a la sala y desconectó el televisor y el equipo de música. Corrió hacia la cocina y desenchufó la nevera. Lourdes sacaba los libros del estante inferior de la biblioteca y los colocaba sobre la cama de la habitación principal. Poco a poco, el caudal iba creciendo y se escuchaba el chapotear de los pasos de Alejandro y la esposa, salvando objetos preciosos de la furia del diluvio.

Lourdes se escondió en la bañera del cuarto principal. Alejandro suspiró, con los brazos cansados y contempló como el agua se distribuía por la sala y el comedor. Tomó un descanso; fue con Lourdes para acomodarla en la bañera. Colocó un almohadón bajo su cabeza y una colcha para protegerla del frío. Más tranquilo, salió a la esquina de la calle y, con un palo de escoba, limpió la basura acumulada en el drenaje para facilitar la salida del agua. En una hora, el caudal había descendido lo suficiente. Con el escobillón sacó toda el agua de la casa. Se desplomó, cansado, sobre la galería. Escuchó un grito. Corrió hasta el cuarto de baño y contempló horrorizado la cara de Lourdes, que había roto fuente en la bañera. ¡Ya viene! –dijo aterrada, mientras cubría el vientre con los brazos.

Olivares cargó a su esposa y la llevó en brazos hasta la sala. Sacaron el bulto que habían preparado con todo lo que necesitaban para la estadía en el hospital y cerraron la casa. Alejandro abrió la puerta de hierro de la marquesina y sacó el vehículo hasta la calle. Cerró el portón. Manejaba despacio, debido a los escombros y hoyos escondidos bajo el agua. El letrero del colmado el Millón II estaba roto en pedazos dispersos por la calle; trozos de zinc; carros ahogados y algunos jóvenes de Los Praditos, el barrio marginado más cercano, que caminaban atentos a cualquier oportunidad de ganarse unos pesos bajo el aguacero, al acecho, con el torso desnudo. Juliana lloraba. Olivares no sabía si era por las contracciones o por la ruina causada por el huracán.

Antes de la pendiente, el vehículo se atascó en un hoyo invisible por el agua. Alejandro salió a empujar, pero sólo se escuchaba el mugido del carro y un charco de lodo que no llevaba a ningún lugar. Un grupo de tres jóvenes, altos y morenos, se acercaron diligentes y se anunciaron -¡Líder, acá estamos!-. Con rapidez se colocaron en la parte de atrás del carro. Alejandro tomó el volante. -¡Acelere, don! ¡Ahora! –gritó el mayor de ellos, los otros empujaban y resoplaban. El carro no se movía. El menor de ellos auscultó la llanta y notó que estaba enchivada. Se alejó unos pasos y buscó uno de los troncos tirados por la calle para apalancar el vehículo. Introdujo el palo justo debajo de la goma para aumentar la tracción. Alejandro pisó el pedal y el carro salió del agujero. Olivares, todavía encapotado y con las botas de hule, agradeció al grupo. -¿No hay algo pa´ comer, líder?- preguntaron, mientras el mayor, con la mano abierta y extendida mostraba una funda de plástico donde protegían el dinero. Alejandro sacó un billete de cincuenta, y lo dejó caer dentro. Siguió su carrera hasta el hospital. Tres horas más tarde, acunaba a su hija, Virginia, que tomó el nombre del huracán que la vio nacer.

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