El cubo de basura

El cubo de basura

Ginebra

09/01/2021

Esta noche me han despertado unos ruidos en la calle, el reloj marcaba las dos y cuarto de la madrugada. Es una calle estrecha de un pequeño pueblo, sin pisos ni edificios altos, una calle corriente que acoge a una docena de vecinos, doce números entre pares e impares no dan para más, pero a pesar de su modestia tiene la suerte de tener un jubiloso final al desembocar en la amplia plaza del Ayuntamiento. El tiempo transcurre despacio y tranquilo, y aparentemente tampoco pasa nada relevante, aunque sólo en apariencia, porque los secretos se esconden entre los visillos y detrás de las persianas.

Las persianas mallorquinas tienen la cualidad de guardar el anonimato, observar escondidos sin ser vistos. La condición de insularidad confiere a los isleños una memoria atávica de protección  frente a las invasiones del enemigo, las incursiones piratas del pasado siguen presentes en la herencia de nuestros genes.

No enciendo la luz para no ser descubierta, y aunque hace frío abro las contraventanas para colocarme estratégicamente y observar. La luz proveniente de una farola situada a cierta distancia, es demasiado tenue para poder ver con claridad, aun así, atisbo unas figuras que se mueven con sigilo. La misteriosa casa de enfrente está abierta de par en par y a oscuras, hace más de seis meses que está alquilada y ocupada, sin embargo ningún vecino ha conseguido ver nunca a sus habitantes. Las figuras se mueven transportando bultos de una furgoneta al interior de la vivienda, cuando al fin mis ojos se acostumbran a la penumbra, distingo a un hombre que sale arrastrando un animal de cuatro patas, ante mi sorpresa, vislumbro unas asombrosas orejas y me parece oír una retahíla de maldiciones en voz baja, el burro está empecinado en no obedecer a su dueño. El turno de dos ovejas y un perro viene seguido de algunas jaulas con gallinas y conejos que completan esta improvisada arca de Noé. Finalmente, cesa el trajín nocturno. Me parece insólito, porque la casa en cuestión no dispone ni de un mísero trozo de tierra, ni siquiera un patio o un jardín para depositar tan variopinta fauna.

Me levanto con el tiempo justo, tengo que dejar el coche en el mecánico y coger el tren hasta el centro de la capital. Me dirijo hacia el vehículo y veo a Catalina que a sus casi setenta años y con una forma física envidiable, ha empezado su rutina diaria de barrer el portal y parte de la acera.

-Buenos días -le digo sin intención de detenerme

-Buenos días María -me contesta al mismo tiempo que hace un ademán con la mano para que me acerque.

Me doy cuenta de que no llevo la mascarilla puesta, respiro profundamente el aire puro de la mañana y con desgana me coloco el bozal. Por precaución, me sitúo a una distancia prudencial porque Catalina desde el confinamiento tiene mucho miedo a contagiarse del virus.

-No tienes que mirar tanto las noticias de la televisión, no es bueno para la salud -le digo al intuir un gesto de preocupación.

-Esta noche me han robado el cubo de la basura -afirma con asombro.

-¿Cómo? quizá solo se ha perdido…

-No, lo que pasa es que me equivoqué de día, ayer saqué el cubo de los orgánicos pensando que era lunes y esta mañana acabo de abrir y no está.

En el pueblo tenemos recogida selectiva, ayer era martes y no correspondía a la basura orgánica, por eso es aún más extraño que haya desaparecido el cubo lleno.

-¡Que raro! Perdona pero tengo un poco de prisa, si no te importa ya me contarás luego lo que ha pasado -le contesto con rapidez, no quiero llegar tarde a la oficina y me despido precipitadamente.

Al regresar ya es de noche, después de recoger el coche y hacer la compra son alrededor de las ocho y media, a esa hora no suele haber espacios libres para aparcar cerca de casa y he tenido que dejarlo en la otra calle. Avanzo con paso rápido, no se ve a nadie y hace frío. Mañana tengo el día libre y estoy dispuesta a aprovecharlo. Catalina ya ha cerrado las persianas, se ve la luz interior. Me detengo un instante junto a la casa de los misteriosos vecinos para buscar mis llaves, mientras voy tanteando en el caos de mi bolso me doy cuenta de que se ha desprendido el tapón del gel desinfectante, sigo rebuscando entre un mar de viscosidad hasta que aparecen las malditas llaves. Es entonces que empiezo a notar una sensación de incomodidad en la nuca, me siento vigilada, me dispongo a cruzar la calle cuando a mis espaldas el crujir de una ventana confirma mis sospechas.

A la mañana siguiente me levanto descansada y con energía, he dormido de un tirón, ni me inmuto cuando compruebo que son las diez. Al abrir la ventana un agradable sol de invierno acaricia mi cara. Bajo a prepararme un café y abro la puerta de la calle para dejar entrar la luz, al asomarme, descubro que el cubo de basura orgánica que saqué ayer por la noche ha desaparecido.

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