Las ilusiones de Mercedes

Las ilusiones de Mercedes

Mercedes Pineda se acercaba a los setenta y siete años, cuando quedó atrapada por el embiste del virus emperador. Tuvo la suerte de tomar unas vacaciones con su hija antes de la encerrona. Visitó a sus hermanos en la ciudad del sanjuanero. Paseó por las represas Prado y Betania, las cuales quería conocer hacía unos cuarenta años. El río atrapado, convertido en un mar artificial, empapaba los bordes de las fincas. Las mini olas se mezclaban en los ojos de la abuela, con la imagen de su casa deteriorada, en las estribaciones de la cordillera. También fue a donde sus hijos en Bogotá. Con frecuencia mencionaba el 21 de marzo del 2020, como el día en que llegó a la ciudad musical y de los ocobos, aunque en realidad hubiera sido el 19.

Su cara de funeral se acentuaba, al hablar de los arreglos de mantenimiento a su casa, pendientes desde antes de morir su esposo, hacía once años. Al menos estaba en la ciudad preferida de él, donde llegó enfermo al hospital Federico Lleras por última vez. Ella centraba su mirada largas horas del día, a observar unos obreros de construcción imaginarios, en el edificio ubicado a cuatro cuadras del lugar de residencia de su primogénita. Los había visto mucho antes cuando en realidad lo estaban construyendo. A pesar de explicarle que ya habían terminado, esas imágenes se quedaron estacionadas en su memoria.

Una mezcla de angustia y temor experimentó Mercedes, al enterarse que su hijo Fernando había roto el encierro. Viajó en la moto a las dos de la madrugada, hacia la finca, muy lejos de la capital del país. El menor de los hijos encontró la casa paterna derrumbada por completo. Echó unos madrasos. Su papá había encargado a un mediocre de esa profesión, para tal obra. Las vacas del vecino se habían comido la huerta. Los hijos de Mercedes acordaron ocultarle más tristezas.

Mientras tanto ella alternaba la vigilancia a los obreros, con la anterior preocupación por su cabello y el cuidado de su piel. Perseguía las manchas en sus brazos, con mascarillas de harina de maíz. Se esparcía cebolla en la cabeza y culpaba a los sufrimientos por sus arrugas. Se aplicaba labial sin mirarse al espejo, cuando su hija estaba en el trabajo de empacar alimentos a domicilio. Luego lo limpiaba rápidamente con servilletas, al escuchar el estruendo del tracto camión que llegaba repleto de mercancías a la bodega contigua. Se ubicaba de pie en el balconcito, humilde como ella, a observar el gran transportador. Leía una y otra vez los logotipos. Uno de ellos “Colombia es pasión” le hacía pensar en el arreglo de su casa, allá en su región natal que se llama también como la república. Percibió el olor a plátanos maduros, a pesar que descargaban bultos de sal y de féculas. Recordó los bloques salinos que antaño su esposo llevaba a la finca para darle a las vacas, de propiedad en compañía con un socio que se las llevó a venderlas, y nunca regresó a pagar. Arrugó aún más su frente taciturna. Cerró los ojos con fuerza. Al abrirlos, dirigió su mirada hacia el edificio en obra.

Buscó su butaca. Preguntó al silencio cuánto faltaba para la hora de la novela. Un adorno colorido ubicado junto a la puerta, le hizo pensar en alhajas, collares grandes de colores que nunca tuvo. Estiró sus piernas. Le dolían siempre, cuando regresaba de una caminata corta, por la zona más solitaria del barrio. Pensó en su baja estatura. Buscó su saco azul oscuro y se lo colocó, aunque hacía bochorno. La menopausia seguramente le había quitado todo el calor que necesitaría el resto de su vida.

Otra vez su mirada buscó los obreros. Luego el ajetreo del descargue que no terminaba. Volvió a leer los logos. Pensó en dibujarlos igual. Mercedes era muy buena para pintar cuando joven. Hizo un corazón en el aire con su dedo índice. El sonar de filas de motos de domicilios, en la carrera sexta que alcanzaba a ver, llevó sus recuerdos a lo largo del río Cabrera, donde su esposo le enseñó a nadar a punta de regaños. Cuando escuchó en las noticias, la fecha probable de apertura del terminal de transportes suspiró. Mantuvo la esperanza de regresar al campo a restaurar el abrigo de su antiguo hogar.

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