El paraíso oculto

El paraíso oculto

Lisandro Rivera

05/01/2021

Después de tanto tiempo, me tocaba salir. Con bastante miedo, no me podía a mentir, abría la puerta que da hacia el exterior. Sentía que iba hacia un campo minado, en donde corría peligro e iba a estar cada vez más expuesto con cada metro que avanzara. Para colmo, el cielo se teñía de gris en compañía de una fuerte brisa que te helaba cada vez que soplaba. Caminaba con la mirada agachada, aterrado por lo que se podía venir, a una velocidad que casi no me permitía respirar. Evitaba todo aquello que me pudiera estorbar, solamente pensaba en llegar nuevamente, sano y salvo, a mi hogar. No pude ni registrar el tiempo que transite, lo único que puedo decir es que llegué. Agitado y transpirado, pero llegué. Sentía que acababa de despertarme de una pesadilla, aterrado a más no poder, deseándole a nadie que le sucediera también.

Mucho tiempo después, con varios sucesos de por medio y reflexiones también, me digné a volver a salir. Con un poco de miedo también, pero menos que la anterior vez, agarré mi campera y hacia la puerta me dirigí. Al salir a la calle, un poco extraño me sentí, transitaba el mismo camino que la última vez, pero parecía como si fuese un mundo al revés. Toda la avenida Pueyrredón convertida en un paisaje de pintura pintoresca. Los viejos edificios, con sus balcones pequeños y ventanas entreabiertas, atravesados por el sol cayendo; las hojas caídas de los árboles cruzaban la calle de la mano con el viento; los pájaros que rondaban por los techos de las casas y en las ramas reposaban; y el sonido de las pisadas, combinados con el ruido de la brisa y de las hojas desplazándose, creaban una sinfonía que generaba placer. De la nada, me sentía mejor, como si estuviese nuevamente en casa, pero no. Esta vez seguía afuera y con mucho por andar aún. Unas cuantas cuadras y lo vi muy bien, varios locales cerrados, con carteles de desalojo y mudanza también, sabrá uno bien por qué. Pocos eran los abiertos y que funcionaban a la vez. El marco que les comento no tenía comparación, aunque las sirenas de ambulancias opacaban su esplendor. 

No me olvido de la gente, no crean eso por favor. Durante mi larga caminata de ese inolvidable día, la ciudad me generó una impresionante admiración, ya que en las personas que la transitaban su esencia, se exhibía. Al estar todos con barbijos, mascarillas o tapabocas difícil me resultaba ver lo que sus rostros expresaban, lo único distinguible eran sus ojos. Pero créanme cuando les digo que estos eran el aura que conducían a sus pensamientos, sentimientos o expresiones. Si bien yo creía que cada uno en su espacio personal se representaba mejor, creo que me equivocaba. La cuestión es que el espacio público no conoce barreras, se presenta de una manera tan natural, sincera y bella que genera un sentimiento de identidad con  este. Es es por eso por lo que se podía ver la verdadera forma de cada persona mientras transitaba por la calle.

Y así fue como la calle paso de ser mi perdición a mi salvación. De ser algo que me generaba malestar y temor, una caminata diaria pasó a ser mi terapia que me permitió cambiar mi actitud y mi manera de llevar el día a día en un momento muy complicado en mi vida. En nuestros hogares podemos tener nuestra comodidad y preferencia, pero lo que hay en el exterior o, mejor dicho, lo que nos encontremos afuera, no es algo que nosotros podamos elegir o decidir, sino un misterio que debemos disfrutar y presenciar.

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