Todos estábamos acostumbrados a una vida muy normal en el barrio desde que nacimos: Amigos, saludos y fiestas con vecinos. Hasta el año 2020, cuando se inició una pandemia en Latinoamérica.
Mi país, Colombia, también está dentro de esa lista; nadie estaba preparado para lo que se venía después del mes de marzo.
Todo empezó cuando decretaron que la cuarentena se iniciaría el 24 de marzo. El día anterior, que fue viernes, me encontraba en la universidad. Ahora me arrepiento de haberme ido a prisa después de que terminasen las clases. Les dije a mis compañeros: «nos vemos el lunes», pero no sabía que sería la última vez que los vería hasta pasado mucho tiempo.
Llegó el 24 de marzo y el confinamiento obligatorio, y ahí empezó la lucha de mi ciudad, Cartagena, contra el COVID-19; pero como en todo el mundo la situación era la misma, para mí, lo único que cambió fue mi barrio, donde había vivido tantos momentos bonitos en mi infancia. Verlo solo y sin que nadie deambulara por él, me entristecía. Quería recordar cómo era, porque nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde.
Pocos días después, recordé que hacía tiempo había iniciado un proyecto con unos amigos. Se me aceleró el corazón. De inmediato, fui al desván de mi casa, subí por las escaleras al cuarto donde estaban todos los trastos viejos y sin usar, prendí el foco y busqué en todas las cajas que había allí. Después de un buen rato buscando, vi una caja donde decía: «Proyecto fallido, no abrir», en ese momento pensé: «¡la pulsera!
Dudé si abrir la caja o no, al final lo hice: Recordé perfectamente para que servía la pulsera. En ese momento me vino un vago recuerdo de la supuesta finalidad de dicha pulsera, y recordé que en su día el experimento no nos salió bien.
No tenía nada que perder, quería recuperar el pasado. Así que después de muchos días de trabajo, perfeccioné la pulsera y la puse a prueba: Esta vez funcionó: La pulsera tenía la capacidad de hacer retroceder el tiempo.
Así que ese día temprano limpié el desván, puse una silla en medio y activé la pulsera: Volví a ver a mi querido barrio, antes del confinamiento. En ese momento me desvanecí y horas después, ya de madrugada, desperté tumbado en el desván. Me sentía extraña, con un tenue dolor de cabeza.
Bajé las escaleras aturdida y me dirigí a la entrada de casa. Abrí la puerta y allí estaba como todos los días esperando el periódico. Leí el titular y en seguida reparé en la fecha del diario: ¡Era 15 de marzo! Había retrocedido dos semanas, pero me bastaban para poder volver a visualizar mi hermoso barrio. Sabía que no duraría mucho tiempo, pero tenía suficiente para saborear aquello que tanto añoraba.
De entrada, volví a ver el amanecer con la luz y alegría que caracterizaba a las calles de mi barrio. Horas después, vi a la gente saliendo de sus casas sin tapabocas a trabajar, el saludo de aquel señor que todos los días tomaba su taza de café, los vecinos recibiendo su postal diario del periódico, la señora que barría el frente de su casa, el muchacho que le echaba un poco de agua a los árboles de la cuadra, el tendero de la esquina que por ser un nuevo día tenía que abrir su tienda, las rutas de las escuelas de los niños que se posaban frente a las casas para esperarlos y llevarlos a su destino, los señores que pasaban la calle vendiendo frutas y verduras en su carretilla con su altavoz para ganarse el sustento del día , los pájaros que pasaban por el aire con su dulce cantar: ¡Les daban la bienvenida a un nuevo día en mi barrio!
Respiré profundo y guardé en mi mente esa secuencia de imágenes que le daban un sentido a ese recuerdo que no se me borraría por un buen tiempo. Después entré en mi casa y me vi a mí mismo yendo para la universidad, recordé que iba a clases presenciales, decidí perseguir a ese sujeto del pasado, me di cuenta de lo bonito que era ir a un salón de clases con personas pasajeras en tu vida pero que comparten el mismo sueño de ser un profesional; terminar las clases, salir, y compartir tiempo con ellos, hablar sobre temas varios, chocar las manos sin pensar que en ese contacto hay un virus. Agradecer compartir un simple lápiz sin miedo, hacer la fila para comprar algo de comer, ver en la biblioteca a las personas estudiando y haciendo trabajos, luego salir de la universidad e ir a casa, ver a los trabajadores de servicios públicos tratando de hacer que te vayas con ellos en su buseta. La comodidad de ir sin tapabocas y respirar aire fresco sin necesidad de tener la psicosis de que puedas enfermar por un virus mortal.
Al llegar a casa, poder dar un abrazo y un beso a tus padres, hermanos, abuelos, etc., no estar aplicándote alcohol y vivir esa angustia de que si recibes visitas puede que alguien tenga el virus, poder salir, ver toda la ciudad al completo, con vida, para poder disfrutar de la tierra en la que nací.
Después de un tiempo, la pulsera me trajo a la realidad. Saqué unas conclusiones que antes no se me pasaban por la cabeza: El no valorar las cosas pequeñas de la vida, como las de la vida cotidiana antes de la pandemia: Lo libres que éramos, lo que podíamos realizar y que ahora por un virus, todo se haya ido por la borda de un día para otro. Todo esto, me hace pensar que no estamos razonando y que somos malos con nosotros mismos, que no valoramos las cosas, nuestro planeta y sobre todo el barrio que nos vio nacer donde pasamos tantas cosas bonitas y que ahora solo están en nuestros recuerdos, para siempre, pero solo en nuestros recuerdos.
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