MAÑANA DE MARZO

MAÑANA DE MARZO

Maleni

05/01/2021

Parece una luminosa mañana de marzo, pero no lo es. Estoy asomada a la ventana del salón, en casa de mi madre, viendo como un operario de parques y jardines mutila sin piedad el pino que tenemos delante de casa, aprovechando que no hay un alma ahí fuera. Mi madre sigue viviendo en la calle del Fuerte, en Ciudad Jardín, la calle donde crecimos. Es la tercera vez esta semana que vengo a verla y le explico el manejo de los dos mandos del televisor. Hacerse entender ha sido complicado con el ruido de la dichosa motosierra. La televisión está siendo un gran aliado. 

El operario del ayuntamiento ataca ahora con saña la que fuera mi rama, aquella en la que tantas horas estuve sentada, sola o con Daniel. La rama desde la que de niña controlaba la calle y me sentía a salvo, con los pies colgando y la cabeza a saber dónde. No es la primera vez que presencio la ejecución de un pino. Siempre duele, pero esta vez me duele más. He visto morir a otros gigantes de la calle del Fuerte cuyo delito ha sido levantar las aceras que alguien, un día, decidió echarles encima. De nada sirvió en su defensa que dieran sombra en verano, que regalaran mañanas de trinos de gorriones y tórtolas, que ofrecieran su intenso perfume después de la lluvia. De nada sirvió que formaran parte de mi historia y de la de otros que como yo crecieron bajo su sombra. Quedan seis de los veinte pinos que flanqueaban nuestra calle, la calle del Fuerte.

La motosierra da un respiro a nuestros oídos. El silencio invade estrepitosamente la calle y me veo con diez años. Qué raro es todo.

En los años setenta la calle del Fuerte era el territorio de mi pandilla. La calle discurre al pie de la fortificación militar Torre d´en Pau, construida en los últimos años del siglo XIX para defender la Bahía de Palma. Veinte pinos y veinte niños repartidos en doce chalets. Una calle de clase media alta. Pasaban pocos coches por allí, como ahora. 

Los padres eran siempre autoritarios y las madres gritonas, muchas veces. Los perros andaban sueltos por la calle y no había aceras que estrangulasen los arboles. Todos teníamos bicicleta. Yo quería ser un niño para jugar al futbol y mear de pie. Tardaba diez segundos en ir de un extremo a otro de la calle, corriendo desde el Fuerte hasta nuestra casa, que hace esquina, en el número uno. Por aquel entonces Torre d´en Pau era un lugar abandonado (hoy en día es un parque municipal) ideal para explorar a nuestras anchas, con enormes barracones, un profundo foso que rodeaba la construcción, plataformas para las baterías antiaéreas desde las que se divisaba el mar y un campo de tiro donde buscábamos casquillos de bala que Daniel y yo custodiábamos por turnos en una caja de habanos. El Fuerte tenía un sinfín de rincones y circuitos para recorrer a pie o en bicicleta. Allí parían las gatas callejeras, hacíamos puntería con los nidos de procesionaria y recogíamos los gorriones que se caían de los nidos los días ventosos. Allí más tarde aprenderíamos a besar y a fumar. Junto al Fuerte había un gran solar sin vallar, el único sin construir que quedaba en la calle, en primavera se llenaba de margaritas amarillas y en verano de cardos. Construíamos cabañas con los restos de las podas de jardines que  los chalets colindantes tiraban alli .

Bajo la sombra de los pinos jugábamos a las canicas y nos esperábamos después de la siesta los unos a los otros, contando historias o planeando aventuras, hasta que las madres se decidían a dejarnos salir. A pesar de los intentos de control saltábamos ventanas y verjas y escapábamos las veces que fuera necesario cuando la situación lo requería. Había que tener mil ojos, cualquier adulto que pasase por la calle podía echarte la bronca si te pillaba haciendo algo malo. Eran los tiempos en que los perros iban sueltos por la calle. Mi perro, whisky siempre iba conmigo. Era un engorro cuando jugábamos al escondite, tenía que esconderle a él también. Eran tiempos de fosos sin barandillas, solares sin vallar, aceras sin construir, calles sin asfaltar, motoristas sin casco, conductores sin cinturón, humanos sin mascarilla. Los buenos tiempos. Nunca fuimos más libres. Nada que ver con el operario del ayuntamiento, que parece un Robocop, manejando maquinaria sofisticada entre extremas medidas de seguridad, frente al pobre e indefenso pino que tiene todas las de perder.

Me voy a casa, no quiero ver más. Beso a mi madre que sigue con su serie, la dejo tranquila. Un enorme cascote del edificio de mis recuerdos se desmorona, sin ruido ni testigos. Afuera el estruendo de la motosierra eclipsa el sonido de mi rama al caer sobre el asfalto. Vuelvo atrás, me dejé la mascarilla. Parece una luminosa mañana de marzo, pero no lo es.

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